A un partido que se define como independentista por razones étnicas le es mucho más fácil prescindir de la violencia que adquirir un ideario democrático. Aquí seguirá reinando el miedo, además de al terrorismo de ETA, a la amenaza del fanatismo identitario. Miedo a una tensión general permanente e insuperable.
Ya el mero planteamiento de la legalización o no de Sortu induce a probable engaño a la ciudadanía. Sencillamente porque hace pensar que su debido escrutinio legal agota el problema o al menos descubre su dimensión más decisiva. Sin pretenderlo, ese planteamiento destila en la conciencia de la gente unos cuantos y graves errores de juicio: que cumplir la ley equivale a ser demócrata, que la democracia se define sólo como un régimen pacífico, de modo que basta renunciar a la violencia para convertirse en un demócrata, etcétera. Y en definitiva que, en caso de que los tribunales resolvieran a favor de legalizar ese partido, se acabó el problema y todos felices. Eso es falso en teoría y nefasto en la práctica política.
Creo que Sortu debe ser ilegalizado de acuerdo con la sentencia condenatoria de Batasuna dictada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en 2009. Su primera razón entonces fue que esos partidos, por sus comportamientos y no sólo por sus ideas ni por su ausencia de condena del terrorismo, «eran instrumentos de la estrategia de ETA». Sustituir hoy la condena de tanta violencia pasada por el rechazo de la futurible podría sugerir a los más formalistas que no hay continuidad con Batasuna, por más que persista una manifiesta ‘similitud sustancial’ entre ambas formaciones. Ahora bien, que eso es un ‘apoyo tácito’ o ‘aceptación por omisión’ de tantos años de terrorismo, de eso no cabe la menor duda y bastaría para sospechar de la validez del rechazo actual. Tampoco habrá duda de la catadura moral de sus mentores, aunque este sea un juicio ajeno al Derecho.
Tanto si es favorable o desfavorable, como se atenga tan solo a ese criterio la sentencia judicial será insuficiente. El tribunal no habría dictaminado si ese partido es o no democrático, sino si debe tenerse por legal o ilegal; y será lo uno o lo otro tan solo por sus autoproclamadas conductas futuras. Es decir, se desentendería de si estas conductas pueden acaso explicarse al margen de unas doctrinas etnicistas y, sobre todo, si las conductas no se manifiestan a un tiempo en «actos y discursos» (según matiza el Tribunal Europeo). Aquella sentencia dejaría de examinar la adecuación de un programa a los principios democráticos, para juzgar tan solo si se atiene a sus reglas procedimentales. O, lo que es igual, centraría su atención en los medios que promete emplear aquel partido y no en los resultados necesarios que se seguirán de sus fundamentos últimos.
Faltaría, pues, la segunda razón en que se basó el Tribunal Europeo para ratificar la disolución de Batasuna, la principal para decidir la suerte legal de Sortu. Cuando preconiza un cambio en las estructuras constitucionales del Estado, ¿estamos seguros de que ese cambio será «compatible con los principios democráticos fundamentales»? Su partido antecesor fue condenado, a fin de cuentas, por propugnar un «modelo de sociedad que estaría en contradicción con el concepto de ‘sociedad democrática’». Curados en salud, los estatutos del sucesor proclaman al contrario promover «un modelo de sociedad acorde y coherente con el concepto de ‘sociedad democrática’». Pero, si sus demás promesas cuentan con muy escaso crédito, esta es absolutamente increíble. A un partido que se define como independentista por razones étnicas le es mucho más fácil prescindir de la violencia que adquirir un ideario democrático. Los demás partidos se ajustarán mejor o peor a ese ideario; para un partido nacionalista radical eso es imposible.
¿Costaría mucho recopilar los indicios de que este proyecto político ahonda, como su antecesor, esa misma incompatibilidad con la vida democrática? No costaría nada y lo probarían sus documentos internos y externos, sus actos y sus discursos. Ese partido tiene que anteponer la pertenencia a la comunidad étnica que a la comunidad ciudadana, es decir, defender la primacía de su Pueblo Vasco sobre la sociedad vasca. Tiene por tanto que destacar los derechos colectivos de ese Pueblo por encima de los individuales, así como los presuntos derechos históricos sobre los reales derechos democráticos. Negará en lo posible el ejercicio del pluralismo ideológico y político de esta sociedad. Y -el colmo del disparate- en caso de que el Estado se viera obligado a proteger a la ciudadanía mediante el uso de la violencia legítima, este partido se adelanta ya a sentar en sus estatutos el igual rechazo de todas las violencias: lo mismo la legal pública que la ilegal privada…
No hay que oficiar de profeta, pues, para anticipar que semejantes creencias propician «un clima de confrontación social» en la sociedad vasca, el mismo por el que Batasuna fue prohibido. Aun si el tribunal decidiera la incorporación de Sortu a la legalidad política, sostendremos que ser admitido como partido en una democracia… no equivale a ser un partido demócrata. Aquí seguirá reinando el miedo, además de al terrorismo de ETA, también a la amenaza del fanatismo identitario que sin duda encarna Sortu entre otros. Un miedo a la división entre parientes, amigos y colegas; a una tensión general permanente e insuperable. Quienes lo padecemos de cerca hemos aprendido en carne propia que el nacionalismo vasco no es una ideología como cualquier otra. Ese nacionalismo es una desgracia profunda que se abate sobre nuestra sociedad y la enferma de muerte.
(Aurelio Arteta es catedrático de Filosofía Moral y Política en la UPV y autor de ‘Mal consentido. La complicidad del espectador indiferente’ [Alianza])
Aurelio Arteta, EL CORREO, 2/3/2011