Aalgunos españoles no les cabe en la cabeza el orgullo de ser español. Dicen que uno cae donde cae y que vaya chorrada presumir de azar cósmico, que es como decir que no te entra en la mollera la idea de enamorarte de una mujer en concreto, casualmente una que vive en tu misma calle, cuando en el planeta existen otros 3.976 millones de seres humanos de sexo femenino a los que jamás conocerás y que quizá te gustarían más.
Pues nada, habrá que esperar a que los señoritos lo caten todo, todos los países y todas las mujeres, antes de tomar una decisión informada, racional y razonable.
Lo que está haciendo esta gente es invertir el razonamiento. Lo explicaba el filósofo Daniel Dennett en su famosa charla Ted: no nos gustan las mujeres porque estén fetén, sino que las mujeres están fetén porque nos gustan las mujeres. Una obviedad que pone a Julio Iglesias dos o tres peldaños por encima del intelectual medio y más cerca de una comprensión completa de la realidad que cualquiera de esos que en 2022 continúan recitando al Paco Ibáñez de La mala reputación como si acabaran de descubrir que las banderas son sólo «trapos pintados».
¡Pues claro que las banderas son sólo trapos pintados! Como son papeles pintados los billetes de 500 €, las caricaturas de Mahoma o las columnas de opinión. Lo que no quita para que todos ellos, algunos más que otros, tengan consecuencias trágicas en la vida real.
El problema no es que el orgullo de ser español no quepa en la cabeza, sino que con algo hay que llenar ese vacío. Y si ese vacío no se llena con el orgullo de ser español, que a fin de cuentas es sólo la suma de un puñado de imperativos biológicos, como esos patos huérfanos que salen del huevo y se van con el primer gato que pasa por delante creyendo que es su madre, se llenará con otros imperativos biológicos bastante menos inofensivos que los de una nación como España que, a fin de cuentas, tampoco está tan mal. Peor sería ser alemán.
Y por eso son las religiones redentoristas como la del socialismo las que más empeño ponen en ridiculizar los apegos azarosos que uno siente por su país, su familia o su religión. En realidad, sólo están haciendo sitio para otros apegos que ni siquiera estarán determinados por el azar, sino por sus sacerdotes. Es decir, por los cerdos de la granja de George Orwell.
Y por eso los nacionalismos periféricos gastan también buena parte de sus energías y de su presupuesto en sacar de la cabeza de sus ciudadanos la nación real para rellenar el socavón con la nación imaginaria que se han inventado. Porque los regionalismos saben que ese mito voluntarista del «yo me siento tan catalán como español», el del catalanismo moderado, no sólo es mentira, sino también imposible. Llegado el momento, una de esas dos lealtades prevalecerá sobre la otra. Frecuentemente, a tiros. Hasta en eso han sido los nacionalismos periféricos más perspicaces que el intelectual medio.
Y uno puede ponerse estupendamente cartesiano y decir que no existen la nación verdadera y las falsas, como no existen el dios verdadero y los falsos. Pero es que el mundo no es como debería ser. O al menos no es como los intelectuales apátridas y ateos creen que debería ser. Así que los seres humanos seguirán creyendo en su patria y en su dios y hasta en su familia, nos guste o no nos guste.
Como decía el biólogo Edward O. Wilson, «bonita teoría, especie equivocada». Él lo decía del socialismo. Pero la frase podría aplicarse también a esa fantasía adolescente de un ser humano impermeable a toda pasión irracional. Un ser hecho de puro raciocinio, todo computación, que lea la realidad en ceros y unos. Un ser humano a imagen y semejanza de Siri.
Al final, la solución a ese dilema entre naciones reales e imaginarias es la selección natural, como ocurre con las lenguas. Ahí triunfan las que se adaptan al medio y el resto quedan para las tesis doctorales de los filólogos enamorados de los muertos.
Y por eso la nación española, que tiene el poso de 500 años de historia, prevalece hoy sobre la catalana y la vasca, que son invenciones de anteayer mismo obra de un puñado de malos poetas y de un supremacista movido por el odio, respectivamente.
De momento, la selección natural rema a favor de España, y ese es el mejor motivo para sentirse hoy español y no catalán o vasco. El de la ventaja que da cabalgar a lomos de caballo vencedor. Otra cosa es sentirse madrileño o gaditano, claro, porque esas identidades no excluyen la española, como no la excluye ser del Betis o fan de Andrés Calamaro.
Así que la elección racional (y digo la racional porque la emocional no depende de nada que puedan hacer los hombres) no es entre un ser humano cartesiano y libre de apegos (que es por cierto la definición de un psicópata) y un ser humano que corre como un pato recién salido del huevo tras la primera idea mesiánica que le pasa por delante, sino entre religiones compatibles con una vida razonablemente digna y religiones incompatibles con ella.
Porque la naturaleza odia el vacío, como demuestra el hecho de que exista un universo allí donde no debería existir nada, y por eso alguien como Isabel Díaz Ayuso, que es puro dogma de fe, arrastra masas, mientras otros nos quedamos más solos que la una apelando a esos pájaros dodo de la política que son el constitucionalismo y el Estado de derecho liberal.
Y es que en este país nadie ha hecho más por los nacionalismos periféricos que los antinacionalistas. Esos antinacionalistas que pretendían quitarle el nacionalismo de la cabeza a los independentistas y convertirlos en catedráticos de Derecho constitucional. Pero lo que han logrado es regar con sal la propia idea de España y dejar un páramo para que las de Cataluña y el País Vasco ocupen a placer el territorio. Por eso el nacionalismo y su hermano tonto, el cantonalismo, se extienden ahora por Baleares, Valencia y hasta Asturias y León, que ya es extenderse, incluso con la evidencia de la decadencia económica, cultural y social de Cataluña y el País Vasco ahí a la vista de todos, frente a sus morros.
Hasta en eso han estado espesos nuestros intelectuales antinacionalistas, entre los que me incluyo no por lo de intelectual, sino por lo de antinacionalista. Porque ese favor debería haber sido pagado por los nacionalismos periféricos con mucho dinero. A fin de cuentas, les hemos hecho el trabajo sucio.
Pero, en vez de pedir dinero, nos hemos conformado con tener la razón. No con la verdad, ojo: con la razón. Es decir, con el lado malo de la ecuación. ¿Han sido Savater y el resto de intelectuales antinacionalistas españoles uno de los mejores caballos de Troya de los nacionalismos periféricos? Ahí sí hay un debate para los próximos veinte años.
Esa necesidad de creer en algo, necesidad por cierto bien explicada en el libro Romper el hechizo. La religión como un fenómeno natural del mismo Daniel Dennett, es además el origen de otros fenómenos derivados, como el del kilómetro emocional periodístico. Ese que hace que a los españoles nos importe más la muerte de un español que la de un millón de birmanos víctima de un tsunami. Un fenómeno que los periodistas aceptamos de forma natural, casi intuitiva, como el de que amanezca por el este y se ponga por el oeste, y que sólo los recién licenciados pierden el tiempo intentando cambiar. «Mi empatía es con todos los seres humanos por igual», dicen esos recién licenciados. Y un carajo, chaval, y un carajo.
Hasta esos recién licenciados maduran, claro, y entonces comprenden alguna que otra verdad de esas que duelen. Como la de que no te importan todos los seres humanos por igual.
O como la de que es la combinación de capitalismo y tecnología la que ha sacado al mundo de la miseria, y no la democracia ni mucho menos las ideologías o los derechos humanos o el Estado del bienestar.
O que hay más verdad en algunas novelitas románticas que en toda la obra del boomerismo antinacionalista español.
Es la religión, estúpido. Donde el estúpido, por supuesto, he sido yo.