Roberto Blanco Valdés, LA VOZ DE GALICIA, 1/2/12
Que una compañía aérea cancele sus operaciones de la noche a la mañana y deje a miles de pasajeros sin volar, sin reintegrarles sus billetes y sin indemnizarlos por daños y perjuicios constituye un gran escándalo que debe ser, sin duda, objeto de sanción, aún en el caso de que puede que la pague al final el maestro armero.
Siento, por tanto, la suerte de los viajeros perjudicados por el cierre de Spanair, pero, para serles sincero, siento mucho más la de sus 2.000 empleados, que hace cuatro días fueron a trabajar por la mañana y salieron en paro por la noche. A esas dos mil tragedias personales, que son también en la mayor parte de los casos dos mil tragedias familiares, deben añadirse las de los empleados indirectos -en torno a mil quinientos- que podrían perder su trabajo como consecuencia de la desaparición de una de las primeras compañías aéreas españolas.
Una compañía, ciertamente peculiar, participada activamente, de forma directa o indirecta, por el Ayuntamiento de Barcelona y la Generalitat de Cataluña que, en el delirio soberanista que recorrió, como un huracán, la vida catalana durante los infaustos años del Gobierno tripartito, apostaron por convertir a Spanair («La de tots», decía el lema inventado para darle al hecho sentido identitario) en la compañía de bandera catalana que debería servir para quitarles a los nacionalistas, y sus gregarios socialistas, el absurdo complejo frente a Iberia y la T4 y, para llamarle a las cosas por su nombre, frente a esa España de la que Cataluña forma parte tan fundamental. Aquel huracán acabó, como era de esperar, en un fiasco.
Los viajeros lo que quieren es viajar con comodidad y seguridad y, ya puestos, con precios asequibles. Los trabajadores de una línea aérea aspiran, por su parte, como cualquier hijo de vecino, a desarrollar su labor -sea esta la que fuere- en las mejores condiciones, de entre las que forma parte esencial la razonable seguridad de seguir trabajando en el futuro.
Pero frente a esas expectativas, unos y otros se han encontrado por desgracia en el caso de Spanair con empresarios desaprensivos, que no ven más allá de las narices de sus beneficios personales; y con políticos arteros, que todo lo pasan por el filtro de su obsesión identitaria y su irrefrenable aspiración de seguir en el machito. Esos empresarios deberían ahora rendir cuentas de cómo han podido hundir una compañía, en gravísimo perjuicio de sus trabajadores y usuarios. Y esos políticos responder -en el ámbito en el que ello sea oportuno- de los 130 millones de euros (más de veinte mil millones de las antiguas pesetas) que han echado por el váter de sus delirios nacionalistas. Nadie dará la cara, sin embargo, pese a que la compañía que iba a ser «la de todos» sea ya la de ninguno.
Roberto Blanco Valdés, LA VOZ DE GALICIA, 1/2/12