ISIDORO TAPIA-EL CONFIDENCIAL
La mejor fórmula para destrozar el motor de un coche es también la que conduce más rápido a la ruina de una economía. Por desgracia, es lo que estamos viendo en España
Acelerar sin control hasta frenar en seco. Y volver a hacerlo una segunda vez. Pisar el acelerador a todo gas hasta verse obligado a un frenazo abrupto. La mejor fórmula para destrozar el motor de un coche es también la que conduce más rápido a la ruina de una economía. Por desgracia, es lo que estamos viendo en España. Habría que hacer todo lo posible para evitarlo.
Los datos de la EPA del segundo trimestre conocidos este martes y los que se publicarán a finales de semana del PIB dan una medida de la magnitud de la crisis económica asociada al covid: más de un millón de empleos perdidos (además de los cerca de cinco millones de trabajadores en ERTE) y una caída del PIB que se podría acercar al 20%. Una de las más altas (si no la mayor) de toda la eurozona.
La crisis del covid nos afecta a todos por igual. ¿O no? ¿Hay algo que hicimos mal para tener una primera oleada especialmente virulenta? ¿Hay algo que sigamos haciendo mal para que la segunda oleada llegue a España antes que a ningún otro sitio, como estamos viendo estos días? ‘Stop and go’. Acelerar sin un plan, conducir a ciegas hasta perder el control y verse obligados a frenar en seco.
La economía española sufre tradicionalmente fuertes oscilaciones: es lo que en el argot financiero se conoce como una economía de “beta alta”. Esta debilidad estructural de nuestro sistema productivo se convierte en un riesgo casi letal en una crisis como la actual.
La gestión de la pandemia, en lugar de amortiguar las oscilaciones de la economía, las está haciendo más violentas. Hay al menos tres errores clamorosos: la gestión de las estadísticas, el caótico reparto competencial entre Gobierno central y CCAA (del “mando único” al “sálvese quien pueda”) y la falta de un plan sobre dos sectores clave, el turismo y la educación.
Empecemos por la gestión de los datos. Como insistía hace unos días en esta misma columna, estamos prácticamente tan a oscuras como nos encontrábamos en marzo en cuanto a datos se refiere. A este respecto, hemos tirados cuatro meses a la basura. Las estadísticas españolas sobre el covid sencillamente no están al nivel de un país desarrollado. Los datos oficiales no resultan creíbles para nadie, empezando por nuestros vecinos europeos. El runrún allende nuestras fronteras es que nadie se fía de cuál es la situación real en España. Y seguramente tienen motivos para desconfiar: la situación ya se escapó de control en marzo, y en poco se ha mejorado desde entonces.
Para vigilar al capitán ‘a posteriori’, he repasado algunos de los artículos que he escrito en los últimos meses. A mediados de abril escribía lo siguiente: el error de reaccionar tarde podía empeorar si se aceleraba demasiado pronto. Antes de levantar el confinamiento, había que mejorar los sistemas de detección, disponer de mejor información y mejorar el arsenal de medidas en manos de las autoridades. Por encima de todo, se trataba de evitar que, en caso de que hubiese rebrotes (que los habría), la única medida disponible fuese decretar un confinamiento generalizado. Evitar el ‘stop and go‘.
En la ‘nueva normalidad’ ha ocurrido exactamente lo contrario. El Gobierno de Sánchez ha transferido la gestión de la epidemia a las CCAA sin explicar los motivos para hacerlo (más allá de conseguir los votos de ERC en la última prórroga del estado de alarma) y, lo que es peor, sin dotarlas de los recursos legales para hacerlo. Y las CCAA (o mejor dicho, muchas de ellas) tampoco han invertido lo suficiente en mejorar las capacidades de detección y rastreo. Como resultado, en lugar de tener un arsenal más completo para reaccionar, estamos en la situación inversa. Hay territorios de nuestro país, como Cataluña, donde el crecimiento de casos es alarmante desde hacer semanas. En lugar de atajarlo con una respuesta quirúrgica, los Gobiernos central y autonómico se miran de reojo mientras nadie hace nada. El resultado, otra vez, será un crecimiento descontrolado hasta hacer necesarias las medidas más drásticas. ‘Stop and go’.
Y el tercer error es la falta de un plan en dos sectores clave: turismo y educación. El Gobierno podría haber optado por crear corredores seguros con las zonas de mayor afluencia de turistas extranjeros (como Canarias, Baleares y Málaga), como propusieron Miquel Oilu-Barton y Barry Pradelski nada menos que a principios de mayo, y mientras tanto fomentar el turismo nacional en el resto del país (por ejemplo, a través de cheques turísticos, vales por una cantidad de dinero a gastar durante los meses veraniegos en establecimientos nacionales, una medida adoptada por varios países europeos, como Italia, Francia y Luxemburgo). En lugar de un plan, el Gobierno no ha tenido más que declaraciones confusas y tropiezos. El ministro de Consumo tildó al turismo de un sector “de bajo valor añadido”, y el máximo responsable científico del Gobierno, Fernando Simón, se muestra satisfecho cuando otros países anuncian restricciones para viajar a España (solo el hecho de que Simón se haya convertido en un icono cultural a uno y otro extremo, evita que nos preguntemos por su gestión durante la epidemia).
Si el turismo es a corto plazo el sector más sensible, en el medio y largo plazo nada tendrá más repercusión que los efectos sobre la educación. Es difícil exagerar los estragos que pueden causar dos años escolares prácticamente en blanco sobre varias generaciones de niños y jóvenes. Por ejemplo, el efecto sobre el abandono escolar en los mayores de 14 años. Hay decisiones difícilmente comprensibles: por qué los colegios se han mantenido cerrados en España durante la ventana de mayo y junio, cuando se reabrieron en casi todos los países de Europa. Por qué no se ha habilitado, de manera excepcional, julio como mes escolar.
Por qué no se buscan soluciones para desdoblar horarios, utilizar las aulas de los institutos u otras instalaciones municipales, o contratar temporalmente profesores para garantizar el cumplimiento de los protocolos sanitarios. Estrujarse los sesos antes de aceptar como inevitable el cierre de los colegios a partir de septiembre. Y, en paralelo, preparar desde ya la eventualidad (nada desdeñable) de que el próximo curso escolar sea enteramente ‘online’. Utilizando la infraestructura disponible en instituciones como la UNED para extenderla a otros niveles educativos. Garantizando los medios necesarios a los alumnos y preparando unos contenidos con un nivel mínimo de calidad a los profesores (evitando que miles de docentes tengan que preparar a todo correr contenidos en formato digital para sus clases). Por mucho que levante sarpullidos cada vez que el Gobierno central interviene en la planificación educativa. Más sarpullidos (y dudas constitucionales) provoca confinar a la población durante meses en sus casa.
En marzo se hizo célebre la expresión “doblar la curva”. De lo que se trata ahora es de suavizar también la curva económica. Evitar el ‘stop and go’. Salvar aquellos sectores recuperables e ir preparando el terreno para lo inevitable. El coste de tener a cinco millones de trabajadores en ERTE y otro millón más cobrando la prestación por desempleo es de entre 8.000 y 10.000 millones mensuales. Lo que significa que hacia el mes de octubre habremos agotado el equivalente a las transferencias del acuerdo europeo. Mientras tanto en Moncloa se ufanaban hace unos días de que el acuerdo de la UE les permitiría llegar con unos presupuestos expansivos…a las elecciones de 2023. El propio presidente Sánchez patinó en televisión cifrando el PIB español en una cuarta parte de su valor real. Si no cambiamos de rumbo, más que un error, esas declaraciones van camino de convertirse en una profecía.