El día 27 de mayo de 2020, Cayetana Álvarez de Toledo hizo en el Congreso el mejor discurso que yo recuerdo desde que tengo memoria. En respuesta a un Pablo Iglesias, vicepresidente segundo de la gavilla sanchista, que se había pasado su intervención llamándola ‘señora marquesa’ ad nauseam, respondió:

«Ha hecho referencia a mi título de marquesa, clase social, a la aristocracia, una y otra vez, en definitiva….Como usted muy bien sabe, los hijos no somos responsables de nuestros padres, ni siquiera los padres somos del todo responsables de lo que vayan a ser nuestros hijos. Se lo voy a decir por primera y última vez: usted es el hijo de un terrorista, A esa aristocracia pertenece usted: a la del crimen político».

Iglesias respondió acusándola de haber cometido un delito y él, que tanto remoquete hizo con lo de señora marquesa concluyó: «invitaré a mi señor padre a que ejerza las acciones oportunas», lo cual, sin especificación de la naturaleza de las acciones, introduce en el tema una preocupante ambigüedad. Como saben, la demanda se sustanció en el Juzgado número 3 de Zamora, que la desestimó y condenó a Iglesias en costas. El resultado no debió gustar a los Iglesias, porque cambiaron de abogado para recurrir la sentencia. Posteriormente, la representación legal de Iglesias Peláez me demandó como autor de una intromisión ilegítima en su derecho al honor, por lo que, así como la publicación me pide la indemnización de 18.000 eurosLa nueva representación legal de su señor padre hizo una propuesta a mi abogado, Juan Luis Ortega: El demandante retiraba su demanda y yo renunciaba a las costas. Además, pretendía incluir una cláusula de confidencialidad por la cual yo me comprometería a no volver a escribir en el futuro sobre el pasado del padre de Iglesias. Mi abogado, que es hombre de bien, dijo que nunca propondría a su cliente un acuerdo que coartara su libertad de expresión y la cosa quedó en retirada de la demanda contra renuncia a las costas. Esta había sido mi columna objeto de la demanda:

Yo estuve una vez en la fiesta de PCE. Fue en octubre de 1978, aproximadamente cuando un terrorista de la transición y una sindicalista de CCOO traían a este mundo a una criatura a la que pusieron por nombre Pablo Manuel. Entonces la fiesta del PCE era un acontecimiento de cierto relieve político que se celebraba en la Casa de Campo y a mí me faltaban tres meses para devolver el carné, desconcertado por el pragmatismo ramplón que guiaba la política del secretario general. Ramplón Carrillo, pensaba yo, sin prever el abismo intelectual por el que iban a despeñarse los comunistas décadas más tarde. De Santiago Carrillo a Enrique Santiago y a Pablo Iglesias, de Pilar Brabo a la marquesa de la Mesa grande y Yolanda Díaz, de Ramón Tamames a Nacho Álvarez y los hermanos Garzón.

La historia del PCE desde su legalización aquel sábado de gloria hasta la fiesta de este fin de semana en Rivas Vaciamadrid es un camino de perfección hacia la decadencia, pero no parece que esta chusma vaya a echar de menos tiempos más éticos, más eficaces o más inteligentes. Hoy, el único Carrillo que añora el hijo del frapero es el de Paracuellos.

Pablo Iglesias Turrión fue a la fiesta del PCE a dar la chapa y cumplió con sus dosis habituales de pedantería: con decir que citó a Hobsbawm ante aquella tropa excuso decirles más. Claro que en el intento experimentó un acto de justicia poética, un escrache como el que él alentó en la Complu contra Rosa Díez, acompañado por Errejón, que leía el manifiesto. En definitiva, el jarabe democrático de los de abajo que él no se cansaba de recomendar cuando era puta base. «¿Dónde está el cambio, dónde está el progreso?», preguntaba el mocerío anarquista. «Cómo que dónde está el cambio» respondía un esforzado tuitero. «De Vallecas a Galapagar. Cómo que dónde está el progreso. De cajera a ministra de Igual da».

Fui testigo de esta involución en las personas de dos ex camaradas a los que me encontré en el octogésimo cumpleaños de Agustín Ibarrola, convertidos en ardorosos militantes de Podemos. Fue un ejercicio agotador discutir a un par de tíos que defendían la mordida de Errejón en la Universidad de Málaga: «¡Pero si es doctor!», decía uno de ellos en tono virtuoso. También defendían la abolición de la amnistía, una trampa de la derecha franquista para lavar sus culpas. Lamenté que hubiesen borrado de su memoria la mejor aportación del PCE a la convivencia democrática: la política de reconciliación nacional propuesta por Carrillo en junio del 56 y su lógica consecuencia política: la Ley de Amnistía. Ya habían olvidado que su defensa en el Congreso corrió a cargo de Marcelino Camacho, cuarto diputado por Madrid, el 14 de octubre de 1977, en un discurso emocionante que deberían leerse hoy todos estos descerebrados.

Decía mi buen Rafa Latorre que es la primera ocasión en que en la fiesta del PCE hace un brindis un ex vicepresidente del Gobierno. Tiene razón; no había ningún caso previo, pero quizá es que nunca la democracia española había tenido un vicepresidente como esto. Los comunistas de hoy siguen la carrera de Joaquín Miranda, el banderillero de Belmonte. Han llegado a su momento cumbre degenerando, degenerando.

A mediados de los setenta fui un turista del ideal en la revolución de los claveles. En Lisboa leí una interesante entrevista con Ernst Mandel en la publicación trotskista Sempre Fixe en la que sostenía que los maoístas portugueses eran la izquierda más estúpida del mundo. Él no podía conocer la evolución que iba a sufrir la izquierda española. Yo tampoco.

Cayetana Alvarez de Toledo no tiene que demostrar nada, ni siquiera que Javier Iglesias Peláez militara en el F.R.A.P., organización terrorista fundada por el PCE(ml). El propio Pablo Iglesias lo ha confesado en repetidas ocasiones. Por ejemplo, en la necrológica que escribió a la muerte de Santiago Carrillo, en la que decía:

«La entrevista (con Carrillo) me sirvió para reafirmarme en que no estaba de acuerdo con él en muchas cosas, pero también me hizo admirarle. Créanme si les digo que siendo hijo de un militante del FRAP y habiendo militado donde milité, tiene su mérito admirar a Carrillo», escribió. La distancia que pone con Carrillo es el rechazo. radical que Carrillo (y los carrillistas de entonces sentíamos hacia el terrorismo y las organizaciones que lo practicaban). En otra ocasión volvió a admitir la pertenencia de su padre a la organización terrorista en un tuit: «Basta. Vuelvo a Harvey. Os dejo una canción que me cantaba mi padre frapero de pequeño. Besos y piolets, pezqueñines».

Mi padre frapero, dice el pollo y despide el tuit con un buenas noches que muy bien le podía dedicar Ramón Mercader del Río a León Trotsky: «besos y piolets» . He aquí una de las estrofas de Pedro Faura que le cantaba papá:

Juan Carlos en El Pardo debajo de un colchón
pregunta al momio Franco con temblorosa voz:
“¿De quién son esas voces que en la calle se oyen gritar?
¿Son acaso los del FRAP que me quieren degollar?”

Así se entiende que les enseñara a todas sus novias a cantar: «Felipe, no serás Rey, que vienen nuestros recortes y serán con guillotina». Y los demás cantando a nuestros hijos el ‘Duerme, duerme, negrito’ o ‘Erase una vez un lobito bueno’, hay que joderse.

Pablo Iglesias blasona de la militancia del frapero o amenaza con querellas a terceros que se crean sus impresiones. Timbre de gloria o baldón, según convenga. Eso no es calumnia, se ponga como se ponga, aunque cabe una posibilidad: que el FRAP fuese la banda terrorista de ‘El hombre que fue Jueves’, ya saben, la novela de Chesterton en la que un policía, Gabriel Syme se infiltra en una banda anarquista para descubrir que su cúpula, siete activistas que llevaban el nombre de los días de la semana, eran todos policías. Claro que yo no sé si esta posibilidad es más inquietante y humillante para este mindundi que ejercía de vicepresidente segundo del mindundi primero.