IGNACIO CAMACHO-ABC
- Tal vez sea menester empezar a resignarse a la evidencia de que el modelo constitucional ha perdido anclaje
Casi mejor que no haya habido homenajes por el décimo aniversario de la muerte de Adolfo Suárez. Habría sido ofensivo, o ridículo que es peor, dedicar hipócritas loas oficiales a la figura que mejor representa los valores que la política actual está cargándose. Hasta la familia anda tristemente dividida por razones que no vienen al caso; qué poco, más bien nada, queda de aquellos días de luto multitudinario, con el armón fúnebre San Jerónimo abajo entre vítores espontáneos de miles de ciudadanos. Era el tiempo de la decepción antipolítica y la gente parecía rendir respeto a la excepción del hombre honrado más que al autor del primer –y quizá último– gran acuerdo democrático. «La concordia fue posible», dice su epitafio. Así, en pasado. Hoy basta asomarse a cualquier debate parlamentario, al fragor de las redes sociales o incluso a cualquier conversación de ámbito cotidiano para comprobar hasta qué punto aquel pacto de convivencia ha caducado.
Tal vez sea menester empezar a resignarse a la evidencia de que el modelo constitucional ha perdido anclaje. No tanto el texto en sí mismo como sus bases, decaídas por un proceso de desgaste entre las generaciones crecidas en la rutina de las libertades. Mientras la memoria sesgada de la guerra se abre paso en los planes escolares, la larga ausencia de una pedagogía de la civilidad ha convertido la Transición y sus ideales en un relato que no interesa a nadie. Página pasada, nostalgia de padres que rememoran su juventud de votantes de Adolfo o de Felipe González. Estamos en otra pantalla donde ya no aparece ni Rivera, que pretendió encarnar una especie de suarismo en versión posmoderna, un efímero espacio de moderación capaz de establecer puentes entre la derecha y la izquierda. Del dirigente que propició la reconciliación nacional no queda ya ni su propia herencia, malvendida para pagar los tratamientos médicos de sus hijas enfermas. Él mismo murió sin acordarse de quién era.
Pero algunos sí nos acordamos. Y lo echamos de menos, siquiera como símbolo alternativo de este ambiente político y social envilecido donde su actual sucesor se ufana de construir muros de antagonismo. Donde la palabra ‘reencuentro’ encubre la impunidad de un golpe contra el orden jurídico y moral de una democracia que había abolido la consideración de los españoles como eternos enemigos recíprocos. Donde la propia sociedad se zambulle con gusto en la dialéctica de prejuicios banderizos. Sí, mucho mejor esconder el incómodo espejo de su proyecto traicionado, ahorrarse el oportunismo de los panegíricos falsos, la impostura aduladora, el manoseo farisaico de un honorable legado cuya simple evocación desnuda la mezquindad vacua de los liderazgos contemporáneos. Es preferible pasar de largo sobre su obra a tributarle el aprecio simulado de una nomenclatura manchada de barro. Los gigantes no se mezclan con los enanos.