No es que Trump sea un mentiroso profesional, que lo es, porque eso ocurre en casi todas las familias políticas y nosotros sabemos del asunto de primera mano. Incluso podríamos buscar en la nebulosa de nuestra memoria histórica un dirigente de honestidad probada y acabaremos agotados por el esfuerzo y con la convicción de que se trata de una imposibilidad natural. El cargo no lo consiente y la gente no lo echa a faltar. Hay una querencia hacia los mentirosos; nos retratan en las poses que más nos gustan, las que menos se parecen a nuestro verdadero aspecto.
Donald Trump es de los que no se creen ni sus propias mentiras, pero se siente muy satisfecho después de haberlas dicho. Es como quien da alfalfa para que los suyos coman, aunque previamente les ha confesado sonriente de que van a degustar cordero. Ha conseguido algo que no recordábamos desde los siniestros años treinta: la satisfacción de los insaciables. Tipos como él abundan más de lo que creemos, pero no consiguen ser el personaje más poderoso de la tierra. Los otros son aspirantes; él ha llegado a la cima. Lo dijo antes de que se abrieran las urnas: no estoy dispuesto a admitir la derrota. En otras palabras, me importa un comino lo que voten, porque hagan lo que hagan yo habré ganado y no aceptaré ningún resultado que no sea mi victoria.
72 millones de personas han votado a Trump. Un deficiente mental con ínfulas de grandeza y muchos delitos en su armario ha conseguido que casi la mitad de la ciudadanía norteamericana le considere el hombre idóneo para dirigir el país
Todo lo que se pueda decir de un gánster en la Casa Blanca no es más que literatura, incluso mala literatura tratándose de un individuo que ni lee, ni escucha, ni atiende. Se limita a dar órdenes por más que los motivos siempre sean chatos y limitados a sus entendederas. Ahora bien, lo llamativo no es que Trump haya llegado a presidente de la primera potencia del mundo. Los norteamericanos suelen decir que cualquier individuo puede llegar a presidente y esto es una prueba de que es verdad. En el fondo es asunto de inversiones y hay quien ha invertido mucho para que un tipo así alcanzara la cima. Pero el enigma, por más vulgar que parezca, es otro, y quizá por eso tratamos de evitarlo.
72 millones de personas han votado a Trump. Produce inquietud sólo pensarlo. Un deficiente mental con ínfulas de grandeza y muchos delitos en su armario ha conseguido que casi la mitad de la ciudadanía norteamericana le considere el hombre idóneo para dirigir el país. ¿La economía? No creo que la economía que no se refiera a él y a los suyos le preocupe. Ha beneficiado a las grandes fortunas, ha rebajado y anulado impuestos, pero eso no basta para inaugurar un período de bonanza económica. Lo peor está por empezar. No hay sociedad que disponga de 72 millones de ricos o de aspirantes. Tiene que haber más. Los tópicos al uso aseguran que han contado mucho aquellos sectores populares que se sienten despreciados por los urbanitas inteligentes de la nueva economía, con su desdén hacia la tradición rural. Un argumento académico y frívolo, porque esos sectores llevan siendo ninguneados desde hace más de un siglo en la historia de los Estados Unidos y del mundo, pero se rebelaban.
Una sociedad con una fuerte querencia radical y violenta, donde el racismo tiene raíces muy profundas y una egolatría que está en sus ancestros, baste decir que parecen tener el monopolio de América; son americanos y los demás mexicanos, argentinos o chilenos. El continente es suyo. “American First”, un lema que enterraría a un político no reaccionario. “América Primero”, o dicho en patriótico: “Lo primero de todo, América”, es decir, mis negocios. De esa basura ideológica ha hecho Donald Trump una manera de comportarse. Un país donde ser “liberal” está considerado una peligrosa variante de la izquierda radical, incluso socialista, se podría interpretar como una sociedad donde la ignorancia de muchos contrasta con la capacidad intelectual de unos pocos. Trump es el representante genuino de ese analfabetismo funcional. ¿Pero de verdad alcanza a 72 millones de ciudadanos?
La política de los EEUU, que siempre fue previsible y que se distinguía como la de un imperio corrupto y soberbio, ha entrado en esa fase de inseguridad que casa muy mal con el poder imperial
Las patrañas que se inventaron entorno al sueño americano es uno de los señuelos que ha engañado a generaciones de trabajadores con ambición y sin fortuna. Eso se acabó. Donald Trump ha sacado el poso oculto de una ficción que hoy no engaña a nadie, salvo a los trumpianos. Recuerdo que escribí un artículo sobre los terraplanistas, algo extravagante, para gente con mucha fe y pocas entendederas. Trump ha introducido el terraplanismo en la política de masas y por tanto, suceda lo que suceda, nada será igual.
La política de los EEUU, que siempre fue previsible y que se distinguía como la de un imperio corrupto y soberbio, ha entrado en esa fase de inseguridad que casa muy mal con el poder imperial. Los españoles tenemos razones de peso para haber detectado el cinismo de esa aparente democracia global; sin su rentable colaboración Franco no hubiera gozado de esos años que siguieron a la II Guerra Mundial, ese período que Juan Linz, asesor y maestro de nuestros sociólogos más eminentes y mejor becados en los EEUU, denominó el paso de una dictadura a un régimen autoritario. A Trump le hubiera parecido una brillante idea para sus discursos si supiera dónde está España.
El embellecimiento de los regímenes totalitarios de la era Trump, que viene de lejos, ha tomado una deriva cansina, económicamente alocada, que ha roto cualquier veleidad sobre la democracia amenazada. Han saltado por los aires acuerdos que dejaron a sus aliados en ridículo y desnudos. Veremos cosas, me temo, hasta el día 20 de enero, que nos helarán la sangre. Tan letales como una pandemia.