AURELIO ARTETA / Catedrático de Filosofía Moral de la UPV-EHU, EL CORREO 09/02/14
· Quienes purgan sus crímenes en prisión están vivos, sus víctimas ya no están en este mundo.
Cuando en un país se alían el simplismo teórico y el interés político más sectario, los resultados son nefastos. En el nuestro los nacionalistas llevan tiempo envenenando las conciencias con la cantinela de que tanto los presos etarras y sus familiares como los familiares de sus víctimas están sufriendo mucho. Que ese dolor al parecer equiparable basta para igualarles en sus presuntos derechos a ellos y a sus respectivas reivindicaciones. Y que la paz pública sólo vendrá de respetar por igual tales sufrimientos.
1. Creo que sólo unos ignorantes o unos desalmados pueden predicar este igualitarismo. Pues hay un rasgo evidente –y ruboriza tener que recordarlo– que distingue radicalmente a esos pesares. Quienes purgan sus crímenes en prisión están vivos y quienes fueron sus víctimas ya no están en este mundo desde su asesinato. Los allegados a los primeros, por mucho que les duela su ausencia, pueden visitarles y aguardar su vuelta al final de su condena. Los familiares de los asesinados ya no pueden hablar con ellos ni esperar nada de ellos, salvo (si son creyentes) reencontrarles en el cielo. No existe equiparación posible entre ambas situaciones penosas; su mera comparación ya es otro repugnante agravio a las víctimas. Por cruel que sea la vida carcelaria, ¿lo será tanto como aquellas muertes que ellos administraron?
Ciertamente, al margen de sus aspectos físicos o psíquicos, algo iguala a ambos sufrimientos: que no los ha producido el azar o las fuerzas naturales, sino la acción voluntaria de seres humanos. Pero estos actos, así como sus fundamentos y sus propósitos, desatan emociones dolorosas de signo contrario. Tales actos han sido impulsados, en un lado, por unas creencias etnicistas empeñadas en la secesión política y, en el otro, por la defensa de un sistema institucional democrático. ¿No habrá que sopesar la muy desigual legitimidad de las convicciones o metas que guiaron sus afectos y conductas? Si no hiciéramos así, ¿cómo sabremos la calidad del sufrimiento que unos y otros experimentan? ¿Y si los terroristas hubieran sufrido más por las penurias aparejadas a la prisión que por su conciencia de culpa o porque los resultados obtenidos no han sido los previstos? ¿Y si los familiares de sus víctimas sólo experimentaran la frustración de una venganza incumplida…?
2. Quiero decir que el sufrimiento sin más, en bruto, no distingue ni aquilata la entraña moral de las situaciones que lo provocan. Lo mismo puede brotar de ligeros motivos sentimentales que de hondas razones morales, de la pérdida de un hijo como de la pérdida de la cartera. Mientras no se diga más, el sufrimiento sólo es un hecho físico y psicológico. Ese pesar en abstracto no justifica nada hasta que no sea él mismo justificado. Habrá que buscar razones que le otorguen valor o se lo quiten. En suma, lo que debe importarnos es atender al carácter justo o injusto del sufrimiento pregonado, para así reponer la justicia o reparar la iniquidad de las conductas causantes de semejante sufrimiento.
Es el riesgo de que la vieja compasión se esfume bajo la moda contemporánea de empatía. A la empatía le basta imaginar la pesadumbre del otro, ponerse en el lugar de los dolientes, sean éstos los familiares del asesinado o los de su asesino. En principio no cuestiona nada más, no entra a juzgar esa diversa aflicción. La compasión en cambio es un sentimiento que empieza de modo parecido, pero va asociado a la idea de justicia. Nos compadecemos del daño ajeno, pero no podemos dejar de considerar si ese daño ha sido merecido o inmerecido. La empatía es un mero mecanismo psicológico, mientras que la compasión expresa un sentimiento moral.
3. Más aún: cuando el daño ha sido público y cometido por razones públicas, esa necesidad de justificación no es un problema privado, sino urgente y rigurosamente político. A aquellas víctimas y esos presos hay que añadir como protagonista a la sociedad entera. Porque si se justifica por igual el sufrimiento de los unos y el de los otros, y por ello lo mismo los derechos de los agresores como de los agredidos…, entonces quien pagará esta escandalosa injusticia seremos todos nosotros y durante decenios. Habrán ganado los que vareaban el árbol y también los que recogían los frutos. Y cuando en las elecciones o en los sondeos los nacionalistas logran obtener la adhesión mayoritaria a sus tesis, se confirma que van ganando la partida. Contra toda razón, contra toda justicia…, pero van ganando. Ganan según la regla de la mayoría, aunque no conforme al ideal democrático. Y esa victoria numérica debería avergonzar a esta sociedad.
De ahí, como primer paso, la importancia capital del arrepentimiento por parte de quienes han segado otras vidas. Será muy difícil ese reconocimiento para quienes tienen las manos manchadas de sangre. Pero si no hubiera confesión de los pecados y demanda de perdón, no sólo no habrá paz en el presente; tampoco en el futuro, al menos una paz segura y duradera. Ahora bien, ¿cómo van a arrepentirse esos criminales si, a su salida de la cárcel, les reciben como héroes o si en tantas instituciones de gobierno encuentran instalados a sus correligionarios? ¿Y cuando el PNV una vez más les comprende y disculpa? ¿Y si hay autoridades eclesiásticas que los amparan? ¿Y si el grueso de sus conciudadanos quiere pasar página y sobrevivir sin complicaciones…?
Uno piensa que es el momento también de que el nacionalismo vasco al completo entone su particular mea culpa, y esto resulta más difícil todavía. Porque la culpa no se limita sólo a los crímenes y, por tanto, no alcanza sólo a los criminales. Cualquier observador sensato sabe que esa responsabilidad, en otra medida, alcanza asimismo a quienes comparten los presupuestos y objetivos etnicistas de los criminales. Nos guste o no, la lección parece clara: primero es la justicia; la reconciliación vendrá después.
AURELIO ARTETA / Catedrático de Filosofía Moral de la UPV-EHU, EL CORREO 09/02/14