ANTONIO R. NARANJO-EL DEBATE
  • Ninguna mayoría parlamentaria permite hacer lo que Sánchez perpetra, pero sí avala procesarle algún día por traición
Puigdemont es tan chulo, porque puede permitírselo y se fía de Pedro Sánchez lo mismo que todo el mundo, con la gentil excepción de Silvia Intxaurrondo, que en lugar de enviarle una cabeza de caballo a la Moncloa le obliga a que se pase él a recogerla a Suiza.
Que la respuesta a una advertencia mafiosa sea acudir a la sede de la Cosa Nostra, con los pantalones bajados, a intentar calmar al capo, sitúa los hechos en el contexto adecuado: Sánchez le debe el puesto a un fugitivo, y negocia con él a 2.000 kilómetros de España, en un cuarto oscuro, con una agenda inconstitucional sobre la mesa y un verificador internacional desconocido que nos convierte en la Ruanda de los hutus y los tutsis.
Mientras la amnistía no esté aprobada, y eso solo ocurrirá si Sánchez y Pumpido hacen de las suyas y el Poder Judicial y Europa se rinden, Puigdemont es un prófugo de la Justicia que podría ser detenido si pisara España, para enfrentarse a penas de hasta trece años de cárcel de no ser por el apaño previo del Gobierno, que modificó el Código Penal para acabar con el delito de sedición y devaluar el de malversación: es decir, para aprobar el derecho al golpe de Estado y permitir, además, que se financie con dinero público.
Sánchez, por tanto, colabora con un huido de la Justicia, del que se hace cómplice al incumplir la obligación de ayudar a los jueces a hacer su trabajo, incurriendo en un escandaloso comportamiento y, en un país serio, un posible delito.
Porque no solo contraviene el mandato legal de cumplir y hacer cumplir las leyes vigentes, sino que las denigra dándole a un probable reo la categoría de interlocutor válido con el Estado contra el que atentó, trabajando en la destrucción de las leyes que lo frenaron y legalizando, a la vez, los excesos cometidos, a cambio de unos votos indispensables para mantenerse en el poder.
La obscena respuesta de Sánchez y su orfeón a todo aquel que se atreva a disentir no deja dudas de que utilizará todos los medios y recursos para conseguir su fin y darle el suyo al separatismo: media España necesita confinarse tras un muro de contención; el Supremo y el Poder Judicial han de ser reprimidos, enmendados, ocupados y sometidos; los medios y periodistas críticos son meros fabricantes de «bulos» y las empresas conspiran, con «señores del puro», para dificultar la heroica tarea de Gobierno que él encabeza.
Toda la cháchara sanchista, de emperador desnudo aplaudido por cortesanos a sueldo, se derriba con una estricta enumeración de los hechos que prevalecen sobre la propaganda y solo tiene por respuesta una letanía de insultos ad hominem, desprecios genéricos y ruido ensordecedor; insuficientes para tapar ya la evidencia.
Hoy uno de los edecanes de Sánchez rendirá pleitesía a escondidas, con intermediarios anónimos, negocios desconocidos y acuerdos ocultos, a un delincuente en busca y captura cuyo único interés en recibirle reside en garantizar que le ayudarán, con todos los recursos del Estado a su servicio, a culminar su fechoría.
Ninguna mayoría parlamentaria avala el atraco a plena luz del día que perpetra Sánchez en tiempo real, pero es de esperar que la ley sí permita, si acaso algún día se invierten las fuerzas en el Parlamento, procesar por traición al mayor peligro que tiene España, instalado entre trampas, artificios y mentiras en la cúpula de su Poder Ejecutivo. Sánchez, además de derrotado en las urnas, merece ser juzgado.