Sumisiones

ABC 11/01/15
JON JUARISTI

· Puestos a buscar un culpable intelectual del atentado del miércoles, la progresía se ha fijado en Houellebecq

SI yo fuera Michel Houellebecq también me habría ido al campo, abandonando la promoción de su último libro, Soumission, como ha hecho el novelista francés, al que los medios progresistas de Francia y de media Europa, en la que incluyo a España, han vuelto a acusar de ofender los sentimientos de los musulmanes (además de convertirlo en el autor favorito de Marine Le Pen). Me habría ido al campo, como él, porque me lo están proponiendo los émulos de los Kouachi que aguardan su momento como una víctima propiciatoria para vengar en ella a los heroicos asesinos de dibujantes y secuestradores de niños judíos. Me iría al campo a toda pastilla, porque no iba a suscitar la mínima solidaridad de unas masas amedrentadas, para decirlo suavemente.

Si uno es feo y desagradable, monta pollos cada vez que lo invitan a hablar en televisión, fuma donde le peta, sacude la badana a antirracistas antisemitas, a feministas castradoras y a economistas marxistas y liberales, o sea, a economistas a secas, y a comunicadores y a científicos sociales, todo a la vez, entonces tienes todos los décimos del premio gordo aunque no juegues, como el Manu de la lotería de Navidad, pero en la loto del matarile integrista, donde quien te guarda el número no es el amable propietario del bar de la esquina sino un imán oculto que ya está redactando tu fatwa. Y eso, aunque seas, no ya el mejor novelista de Francia, sino el más valiente de toda Europa, y ambas cosas coinciden en Houellebecq, que tiene la mala pata de ser feo con avaricia y cuyo universo imaginario se parece demasiado, por real, al del médico tronado de Meudon, del que también está sacando la nariz y la nuez de Adán, el miserable doctor Destouches, LouisFerdinand Céline para el barrio de las letras.

Si yo fuera Michel Houellebecq, me iría zumbando al campo, porque los bienpensantes islamófilos de Francia y de media Europa me estarían convirtiendo a estas alturas en el Céline que ahora toca despellejar, aunque Houellebecq, tierno como un corazón de alcachofa hervido hasta la muerte, no sueñe con pogroms sangrientos, como el antisemita Destouches, sino con armonías de Fourier e idilios prerrafaelitas contra la realidad que constituye su mundo novelesco y que resume así su último exégeta y defensor: «Por las calles desiertas de Ruán pululan bandas de jóvenes analfabetos y antipáticos, vagamente violentos, mientras los ascensores de la Défense transportan ejecutivos estresados, devotos a su empresa, a sus jefes y a sus retribuciones, febriles e infelices, ignaros a pesar de sus ta

blets; al pie de los inmuebles rutilantes pelean los mendigos; los viejos compran sexos jóvenes mientras unos adolescentes martirizan a otro y un hippy revienta entre inmundicias; las snuff movies exhiben actos de inaudita barbarie contemplados por mirones y todo este mundo inmundo se maquilla con términos de la economía: crecimiento, competencia, comercio, exportaciones… qué farsa».

Quien esto escribe en un magnífico ensayo publicado en septiembre, bajo el título (irónico) de

Houellebecq économiste, era un economista curado de la economía por el «economista» Houellebecq y pasado al periodismo, Bernard Maris, que firmaba sus artículos en Charlie Hebdo como Onc le Bernard. Los hermanos Kouchi lo asesinaron el pasado miércoles. El libro de Maris es un canto al último novelista rebelde de Francia y de media Europa, que aparece en la portada, dibujado en línea clara, vestido con una de sus queridas parkas Camel y con un cigarrillo entre los dedos. Manifiestamente mejorado, como espero que vuelva del campo a la lucha contra la sumisión y todos sus significantes.