Hay que hablarles con absoluto respeto, mejor si es con cariño, por supuesto con paciencia y consideración. Hay que mostrar carácter y personalidad, la de quien sabe lo que dice y lo que está haciendo en clase, alguien que disfruta estando con ellos y que no se pretende superior de forma insolente y prepotente; todos somos personas.
Lógicamente, hay que ceñirse al programa que se debe explicar, salvo ocasionales observaciones que puedan resultar divertidas o ilustrativas. Hay que ofrecer contexto y perspectiva, fomentar el imprescindible hábito de razonar y cuestionar (lo que supone no temer a las dudas razonables sobre aquello que se relata), aprender a desechar lo irrelevante y lo redundante, trabajar con esmero la habilidad de calcular con corrección. Y esto día tras día, en un ambiente de trabajo y de holgura, adoptando unos minutos de descanso; unos diez minutos cada hora, recomienda la UNESCO.
Se trata de promover la madurez personal y elevar los niveles de rigor intelectual, lo que comporta un incremento de equilibrio y serenidad. Importa promover que la clase se constituya de facto en un equipo de trabajo, estimularla a compartir y no a competir estúpidamente entre sí. Y, a la vez, valorar el saber estar solos pensando lo que hacen. En un entorno así se puede aspirar a superarse con esperanza de lo mejor. Los efectos no pueden ser fulminantes, pero es el método a seguir para llegar a buen puerto.
Se debe volver a aprender a leer, entendiendo y relacionando. Los estudiantes han de saberse atendidos y escuchados, de este modo se les puede exigir que intenten comprender y escuchar a su vez. Hay que ser generosos y reconocer públicamente algunas de sus mejoras y avances, por leves que sean.
En general, los niveles de preparación de los estudiantes se han reducido enormemente con respecto a anteriores promociones. Es innegable. Sin embargo, ante este panorama hay que abstraerse y no cansarse de alentar continuamente hacia lo mejor. Es posible y es necesario hacerles saber que les reconozco como capaces y dignos. Llevar al aula un grado de alegría y confianza que permita la ilusión por saber y mejorar, sin exigencias desmesuradas de perfeccionismo. Llevar al aula la seguridad de que nadie va a ser ridiculizado por los errores que pueda cometer, desactivar ese temor y animarles a aprender de los errores concretos que cometan para corregirse.
En psicología se denomina organizacional a una especialidad que se dedica al estudio del comportamiento humano en las organizaciones. Trata de cómo favorecer el bienestar en su interior y mejorar la conducta de sus individuos. Adam Grant es un profesional de este empeño. En su libro Potencial oculto enfoca el interés de que consten las adversidades que cada uno ha debido enfrentar y superar, para que salgan a la superficie. Desde esta lucidez, que nos permite tomar conciencia de lo que nos ha pasado y de lo que podemos hacer, se puede esperar lo mejor de cada cual. No se debe producir clones ni tampoco etiquetar.
Grant considera tres círculos que permiten zonas comunes de confianza. Los denomina de cuidado, familiaridad y credibilidad. La intersección de ellos nos da una región donde, nos dice: Aquí vas a encontrar oro. Donde hay cuidado se quiere lo mejor para ti; donde familiaridad, se te conoce bien; donde credibilidad, se tiene conocimiento relevante de ti.
Cuando sólo hay cuidado y familiaridad, quizá hay equivocación sobre ti, al faltar la relevancia de lo que se procura. Cuando sólo hay familiaridad y credibilidad, quizá falte la voluntad de darte ayuda. Finalmente, cuando sólo hay cuidado y credibilidad, dice Grant que acaso ‘no valga’ en tu caso.
Es un esquema sugerente e ingenioso. Pero cuando entro en clase no pienso para nada en él, sería perder el tiempo y la espontaneidad. Lo tengo absorbido y, en verdad, la activadora de mi actitud es la práctica acumulada. Es evidente que conviene transmitir confianza mostrando aptitud y un cariño que integre y atraiga.