Francisco Sosa Wagner-El Mundo
A raíz de polémicas como las de Cristina Cifuentes y Pablo Casado, el autor analiza algunos de los males que aquejan a las universidades españolas, entre ellos el modo de elección de los rectores.
En este espacio prefiero, empero, fijar la atención en la fisiología del sistema, no en sus deformidades patológicas como son las aireadas hoy con profusa insistencia. Y las que se airearán.
Hay plumas más sosegadas y, entre ellas, es obligado citar alguna contribución como la de Clara Eugenia Núñez o las de Luis Garicano y Andrés Betancor, ambas publicadas por este periódico.
Y, por supuesto, la voz de los rectores. Su representación oficial vuelve siempre con la misma cantinela: de un lado, la escasa financiación; de otro, una desenvuelta palabrería tomada –creo– de expertos a la violeta sobre la excelencia, la movilidad interna, la visibilidad, la competitividad y otros abominables y hueros hallazgos terminológicos.
A mí me gustaría ver planteados asuntos más de fondo, empezando por el gobierno de las Universidades y la elección de los rectores, normalmente personas bien intencionadas pero que se mueven en un mundo artificial creado por un sistema a desterrar. Porque acceden al poder gracias a los pactos que logran cerrar durante su campaña con los grupos de intereses y esta circunstancia genera una hipoteca en el gobierno de una institución docente y científica carcomida por un corporativismo destructor. De otro lado, restringe la autoridad que debe ostentar el rector porque cada colectivo, como ahora se dice, aspira a regar con las medidas rectorales su particular huerto alcanzando en él frutos en forma de ascensos, niveles funcionariales, complementos, plazas de profesores, becas, conferencias en los cursos veraniegos y demás prebendas benéficas. Y, en fin, porque las facultades de mantenimiento del orden académico y laboral en manos del rector prácticamente desaparecen al tener que ser ejercidas respecto a personas que contribuyeron a su elección y pueden condicionar su reelección, a la que casi todos los rectores aspiran.
Es decir y, resumiendo, lo que vemos es que cada grupo de presión más los sindicatos –implacables en la defensa de sus intereses más perentorios– aportan sus huestes y luego el rector, resignado, se ve obligado las más de las veces a dejar hacer o a intervenir de manera suave. Una situación ésta turbia, de la que son beneficiarios normalmente quienes le han votado o quienes se convierten en turiferarios del poder.
Precisamente es esta elección del rector lo que da lugar a otra enfermedad. Para allegar votos se ve obligado el candidato a prometer cargos y más cargos, lo que genera una tropa de personal puesto a dedo por el rector de turno, todos ellos profesores que nada saben de la muy complicada gestión universitaria y que, por ello, si algo les sale bien es por casualidad. ¿No sería más lógico que hubiera un cuerpo de funcionarios técnicos en establecimientos de educación superior y que dejáramos al profesor de latín enseñando latín y al de matemáticas haciendo lo propio?
Reclaman los rectores más autonomía para seleccionar al profesorado ¡cuando la tienen toda! Es verdad que teóricamente porque de nuevo su poder interno es limitado ya que quienes forman parte de los tribunales para cubrir plazas de catedráticos o titulares son puestos allí por los departamentos, en la práctica y a menudo ¡por el propio candidato! De donde se sigue que la supresión de las pruebas públicas –mérito del Gobierno Zapatero– ha contribuido, como era de esperar, a la degeneración y a una Universidad penosamente lugareña. Hoy, se ha conseguido que, en punto a movilidad, el profesor universitario tenga un enorme parecido con el doncel de Sigüenza.
Está luego el canto a la especialización, interpretado con el bajo continuo de la «productividad» o de la «utilidad» de lo que se estudia. Se mata así lo que de atractivo ha tenido, desde sus orígenes, la Universidad, que ha de ser una institución no necesariamente rentable y, en todo caso, sospechosa para el poderoso si quiere mantener su prestigio y no verse rebajada a escuela de negocios o de prácticas profesionales. Se olvida que la gran investigación, la básica, por ejemplo, la ligada a las matemáticas o a la física, es la que ha permitido avanzar en otras que llevan a los inventos y a los avances técnicos. Galileo o Newton fueron simples curiosos, no personas obsesionadas con obtener un fruto y presentarlo en la Aneca para conseguir un «proyecto de investigación». Obligado es contar con «la inesperada utilidad de las ciencias inútiles» (N. Ordine). Quiero decir que sin Marconi hoy no podríamos oír la cadena Cope (tampoco la Ser o RNE) pero sin las investigaciones básicas sobre las ondas electromagnéticas probablemente no hubiera brillado el genio de Marconi.
Buena parte de la culpa de este desaguisado que padecemos se debe a la idea de la autonomía universitaria. Incorporada con la mejor intención a la Constitución vigente, hoy no existe más que en la forma de un corporativismo que ha generado además una dosis de endogamia que resulta insoportable. Se ha olvidado que lo importante no es la autonomía de una organización que vive del dinero público sino preservar el ejercicio, por los individuos concretos, de sus libertades básicas, de investigación, de cátedra, de expresión… Éste es el núcleo del asunto, lo que en verdad vale la pena defender y para ello en un Estado de derecho no es necesario buscar muchas ideas originales. Hoy la Universidad no es autónoma más que falsamente –por su dependencia financiera– y lo que tiene de servicio público exhibe las trazas –infamantes– de un fuerte gremialismo.
Lo malo es que siendo la autonomía universitaria una idea vacua ha hecho daño porque se ha convertido en la maleta de doble fondo que ha permitido meter de matute en la vida universitaria mucha mercancía de contrabando y la mayor parte de ella averiada.
LLEGADOS a este punto se impone preguntar: ¿es obligada la desesperanza? La mía es total si pienso en las reformas que se puedan alentar desde los poderes públicos españoles. Creer que vamos a avanzar algo haciendo una ley en las Cortes «muy consensuada» con alumnos, catedráticos, padres, bedeles, CCAA, sindicatos…, creer –digo– que de ahí puede salir algo valioso es pensar en lo excusado.
Estimo, por el contrario, que, desde fuera, se irán imponiendo los cambios que han de mudar el paño universitario y, en tal sentido, el Espacio europeo de la enseñanza y el de la Investigación –ya a nivel mundial– serán determinantes para concebir nuevos modos, nuevos comportamientos. ¿Cómo no va a cambiar su trabajo el profesor cuando advierta que los alumnos pueden elegir entre acudir a su clase o a la de otro que se encuentra a miles de kilómetros? ¿Cómo no va a cambiar el alumno cuando se percate de la dificultad que entraña conocer un oficio en un mundo sin fronteras? ¿No se darán cuenta de que es mejor apretar los codos en las bibliotecas y laboratorios que entregarse a la rutina, a los aprobados por compensación o a la zafiedad de los botellones?
Solo de esta forma paulatina, ese cuerpo hasta hace poco tan nacional expulsado ahora hacia el mundo trepidante de la enseñanza superior y la investigación mundiales, vivirá inevitablemente la transformación del trabajo de los profesores y de los estudiantes, transmutando los materiales caducos y convirtiéndolos en cenizas de un tiempo pasado. Solo así se conseguirá cambiar la organización que los engloba, o sea, la Universidad.
O, al menos, la parte de ella que de veras importa.
Francisco Sosa Wagner es catedrático de Derecho Administrativo y autor de El mito de la autonomía universitaria (Civitas, tercera edición, 2007). Su próxima obra, en prensa, se titula Aventuras en la Universidad tramposa. Novela ácida (editorial Funambulista).