Antonio Elorza, EL CORREO, 25/4/12
Al igual que el Dalai Lama, Suu Kyi es un ejemplo de la excepcional capacidad que el budismo proporciona para una resistencia política no violenta
En el bosque de templos de Bagan, la antigua capital de Birmania –denominación mantenida por los demócratas frente al Myanmar de los militares–, hay uno muy particular desde el punto de vista simbólico, aun cuando estéticamente valga poco: el Manuha Paya. Habría sido edificado por el rey de los mon, Manuha, quien en el siglo XI, tras favorecer la conversión al budismo del rey birmano de Bagan, fue hecho prisionero, sin ser ejecutado según la costumbre de la época. Vivió allí hasta su muerte y la mueca reflejada en el rostro del gran Buda reclinado en su interior da fe, según unos, de la amargura por el encierro, versión de nuestro guía, y según otros era una sonrisa, expresión de la serenidad que la doctrina budista proporciona incluso en las mayores adversidades. Tan amigos como han sido los militares birmanos de pagodas y monasterios desde su instalación en el poder hace justo cincuenta años, y ateniéndose a la veneración absoluta de todo birmano respecto a los signos de buena y mala suerte, evitaron siempre la visita a la Manuha Paya. Todo lo contrario que Aung San Suu Kyi, la hija del fundador de la nación y líder de los demócratas, quien en su visita a Bagan de hace solo un año privilegió la de la pagoda, cuyo titular anticipaba los largos años de prisión que ella había sufrido desde 1988. Ya con anterioridad había resaltado su valor, curiosamente por haber mantenido vivo su captor a Manuha.
Al igual que el Dalai Lama, Suu Kyi es un ejemplo de la excepcional capacidad que el budismo proporciona para una resistencia política no violenta. La clave reside en el concepto de ‘compasión’, que en otro sentido, en tanto que simple justificación de un poder, había servido en la historia del budismo político para avalar las más duras tiranías, como la de los propios reyes de Birmania en el siglo XIX. Recordemos que el fundador del régimen militar, Ne Win, también se proclamaba budista de estricta observancia.
Para Suu Kyi, en cambio, la ‘compasión activa’, o metta, implica una obligación de servicio ilimitado a los demás. Es lo que ha convertido en norma de su propia conducta en el último cuarto de siglo: «Intentamos alcanzar la iluminación y utilizar la sabiduría adquirida para servir a los demás, con el fin de que también ellos puedan ser liberados del sufrimiento; no todos podemos ser budas, pero siento la capacidad de hacer cuanto puedo para alcanzar un cierto grado de iluminación y emplearlo en aliviar el sufrimiento de los demás». Tal es uno de los factores del éxito político de Suu Kyi, y por supuesto de su persistencia soportando tantos infortunios y por tan largo tiempo: conecta con el sentimiento de frustración de una sociedad que llegó a la independencia siendo una de las más prósperas de Asia, y hoy se encuentra en la miseria y en un callejón sin salida político, bajo la bota de unos militares endiosados y corruptos, por añadidura vasallos de China.
La visibilidad de Suu Kyi se ha incrementado exponencialmente desde fines de los noventa, cuando solo se hablaba de ella, en el periódico oficial ‘La nueva luz’ de Myanmar y en grandes carteles repartidos por Yangon, como la ogresa devoradora de la carne del pueblo. En septiembre de 2011, Suu Kyi aparece ya en primera plana de ‘The Yangon Times’ al lado del presidente Thein Sein –antes teniente general–, designado por la Junta Militar en marzo, una vez liberada de su prisión domiciliaria y bajo el retrato ambos de su padre, Aung Sen. A diferencia del pasado, los birmanos mencionan sin miedo a ‘The lady’, ‘La señora’, tal y como es generalmente designada, o aun más, ‘Our lady’, ‘Nuestra señora’. Si colocamos esta reaparición política sobre el fondo del rechazo generalizado a la explotación de los recursos del país por China, con la presa en construcción por chinos y para chinos en el alto Irrawaddy, anegando pueblos y alterando el curso del río, y contra el proyecto de gasoducto que cruzaría el país sin dejar nada; frente a la ocurrencia de la Junta Militar de construir para mayor gloria propia una nueva capital aislada del mundo, Nayppyidaw, «la ciudad de los reyes», y todo ello mientras imperan una pobreza generalizada y una corrupción espectacular de los allegados a los jefes militares, sin olvidar, por si faltara algo, a los monjes budistas aun marcados por la represión de su revuelta de 2007, tenemos los datos que explican el triunfo arrollador de la Liga Nacional por la Democracia, de Suu Kyi, en las elecciones parciales de marzo. Habría tenido así éxito el propósito de Suu Kyi de dirigir la compasión activa, no solo hacia los suyos, sino también a los militares, ofreciéndoles la reconciliación con el restablecimiento de la democracia.
A partir de aquí, toda predicción es arriesgada, dado el carácter críptico del funcionamiento de la Junta Militar, supuestamente disuelta, que ya en 1990 anuló sin más el resultado de unas elecciones perdidas ante la misma Suu Kyi. Nunca tuvo reparos en encarcelar y matar. Las causas de la aparente apertura pueden ser varias. ¿Sobresalto nacionalista frente a la colonización china, como en la suspensión acordada de la presa del Irrawaddy, dada la extrema impopularidad de la ‘invasión’, observable a pie de calle especialmente en Mandalay, la capital del norte? ¿Necesidad de abrirse a Occidente para mejorar una situación económica deplorable? ¿O de integrar sin costes en el sistema al partido de Suu Kyi cuando la formación delegada por el Ejército controla el Parlamento hasta 2015? Señal adversa: ha ascendido el jefe del Ejército, Min Aung Hlaing, sucesor en el cargo de Than Shwe, hombre opuesto al parecer a las reformas, amigo de China y en condiciones ‘legales’ de asumir el poder en caso de crisis. Convertida con su viaje al exterior en garante del cambio político, Suu Kyi ha asumido el riesgo de que el pretorianismo birmano adquiera una inmerecida legitimidad.
Antonio Elorza, EL CORREO, 25/4/12