Iván Vélez-El Mundo
El autor subraya que Albert Boadella ha tomado posesión desde Madrid de una Tabarnia hoy tan imaginaria como la sedicente república catalana que aspira en vano a presidir el fugado Puigdemont.
«UNA NACIÓN se hace lo mismo que cualquier otra cosa. Es cuestión de 15 años y de un millón de pesetas. Con un millón de pesetas yo me comprometo a hacer rápidamente una nación en el mismo Getafe, a dos pasos de Madrid. Me voy allí y observo si hay más hombres rubios que hombres morenos o si hay más hombres morenos que hombres rubios, y si en la mayoría, rubia o morena, predominan los braquicéfalos sobre los dolicocéfalos, o al contrario. Es indudable que algún tipo antropológico tendrá preponderancia en Getafe, y este tipo sería el fundamento de la futura nacionalidad. Luego recojo los modismos locales y constituyo un idioma. Al cabo de unos cuantos años, yo habría terminado mi tarea y me habría ganado una fortuna. Y si alguien osaba decirme entonces que Getafe no era una nación, yo le preguntaría qué es lo que él entendía por tal y, como no podría definirme el concepto de nación, le habría reducido al silencio».
El manual de uso para la construcción de una nación, en el que todavía suenan ecos frenológicos, se debe a Julio Camba. Leído hoy, mantiene plena vigencia en una España pródiga en protonaciones y estructuras políticas admisibles dentro de su, al parecer, eterna y nunca atendida, condición plurinacional. Como respuesta a esta tendencia balcanizante exacerbada gracias al bisturí lingüístico y un racismo transformado en supremacismo, ha nacido Tabarnia, proyecto tan nutrido de ironía como cumplidor de los principales requisitos que establece la Constitución de 1978 para la configuración de una comunidad autónoma, pues es evidente que Tarragona y Barcelona son «provincias limítrofes con características históricas, culturales y económicas comunes».
Adelantándose a Puigdemont, no por casualidad huido en la misma Bruselas que erigió una estatua a Francisco Ferrer y Guardia, Albert Boadella ha tomado posesión desde Madrid de una Tabarnia hoy tan imaginaria como la sedicente república catalana que cree presidir Puigdemont, quien, investido de tan borrosa autoridad, se permite enmendar la plana a la comunidad europea que hasta hace poco era la tierra prometida de su secta, obsesionada por trocar los Pirineos por un Ebro tras cuyas aguas acecha la siempre intolerante España.
Virtualidades aparte, Tabarnia ha conseguido lo que no han logrado los catalanistas, replicantes terminológicos y a menudo estéticos del mundo abertzale: internacionalizar el conflicto. Un conflicto cuyo resultado más visible es la quiebra, o por mejor decir, las quiebras, de Cataluña, plenamente visibles cuando los representan de la mitad de la comunidad autónoma, crecidos en su localismo, declararon una independencia que en presencia de los togados quedó reducida a una mera cuestión simbólica. Al margen de cuestiones penales, el daño ya estaba hecho, y la reacción de gran parte de la ciudadanía, multitudinariamente visible el día 8 de octubre de 2017, ha dado paso a operaciones como la que encabeza Boadella, perfecto conocedor de los tópicos propios de quienes le empujaron a abandonar su tierra. El neologismo, Tabarnia, da cauce a una estrategia especular que devuelve a los catalanistas, representados por la fantástica Tractoria en la cual los vehículos agrícolas roturan el terruño del que emanan telúricos aromas identitarios, sus propios argumentos. Si para los sediciosos la oposición se establece entre la oprimida Cataluña y la oscura España, para los urbanitas habitantes de Tabarnia, Tractoria representa la mutilación de las libertades e incluso el expolio económico. Si para los primeros España, olvidados ya de la confesión de Pujol, es quien roba los frutos de un incomprendido y laborioso pueblo; para los segundos, es la Cataluña financiada y rural, semillero de votos independentistas, quien lo hace. Tabarnia, en suma, no es sino el uso, a escala y en sentido contrario, de la estrategia seguida por quienes han parasitado a la Nación española invocada por Boadella tras su sonoro corte de mangas.
Más allá de lo paródico, la metropolitana Tabarnia, a la que se sumarán muchos por puro oportunismo, desvela uno de los grandes problemas que aquejan a España, sus graves desequilibrios poblacionales que, unidos a la grave crisis demográfica, producirán resultados imprevisibles en un futuro no muy lejano. La abigarrada Tabarnia sustenta a una Tractoria mucho menos densa, hecho que se repite en amplias áreas de España cuyos habitantes se concentran en puntos muy concretos. Lo que Barcelona es para Cataluña, Madrid lo es para Castilla, amplísimo territorio en el que hace años arraigó un proyecto que tiene algunas semejanzas, pero también notables diferencias, con el que ahora protagoniza la actualidad mediática. El nombre escogido fue Celtiberia, y no iba referido a una España de tintes esencialistas. Tampoco al estridente mundo, con el show por apellido, que tan bien supo retratar Luis Carandell. En este caso se trató de una serie de comarcas de Teruel, Cuenca y Soria, pertenecientes a tres comunidades autónomas diferentes. Un territorio que anhela obtener la categoría de Eurorregión, que siempre es Europa el lugar donde se buscan las soluciones a los males nacionales. La Siberia española, así llamada por su extremo clima, pero sobre todo por la bajísima densidad de su envejecida población, ha ofrecido más materia editorial que resultados en las instancias europeas.
Sea como fuere, Tabarnia y Celtiberia vuelven a poner sobre el tapete político hispano el secular problema de todos y partes que con tanto cálculo –nacionalidades y regiones– se incluyó en una Constitución, la de 1978, cuyos redactores escribieron sobre una falsilla territorial y económica marcada por la existencia de puntuales focos industrializados y regiones humanamente descapitalizas. Un problema, el de la compartimentación de la nación, que históricamente cuenta con un precedente, el cantonalismo decimonónico de tintes anarquistas y espiritualistas que todavía permanece alojado en muchos de los llamados movimientos antisistema, siempre dispuestos, por otra parte, a arrimar el hombro en la causa catalanista. Si la senda historiográfica nos lleva a dichos antecedentes, el prisma, a menudo empañado, de la sociología de los pueblos, nos conduciría a un individualismo, el típicamente hispano, solo reconducible a través de instituciones locales, de radio corto, garantes de la máxima, pueblo pequeño, infierno grande, del que toman prudente distancia los de la parcialidad tabarnesa.
TABARNIA y Celtiberia, al tiempo que muestran algunos de los más genuinos resultados de la España constitucional, transformación de un franquismo que trató, con éxito desigual, de introducir dinamismo industrial y económico a golpe de polos de desarrollo, se insertan dentro de un fenómeno de más amplia escala, el de la convivencia de grandes ciudades, resultado de la fusión de los centros históricos con sus coronas metropolitanas, con enormes espacios vacíos. Sin embargo, pese a sus semejanzas, la Castilla y la Cataluña vacías han dado productos ideológicos contrapuestos. Si en la Cataluña interior se custodian las esencias nacionalistas de resabios carlistas, el páramo celtibérico ofrece únicamente desolación. Si en Celtiberia los deshabitados pueblos y sus cumbres marcan tan sólo cotas de nieve, las montañas catalanas, Montserrat o Tagamanent, son el punto de llegada de viajes iniciáticos. Siendo hoy impensable, afortunadamente por innecesario, un movimiento parecido al de Tabarnia en Castilla, es oportuno recordar las palabras de Sócrates, hoy plenas de actividad dentro de la controversia suicida y cainita que se vive en Cataluña: «Los campos y los árboles nada me enseñan, y sólo en la ciudad puedo sacar partido del roce con los demás hombres».
Iván Vélez es autor, entre otros, de Sobre la Leyenda Negra (Encuentro, 2014) y El mito de Cortés (Encuentro, 2016).