José Luis Zubizarreta-El Correo

  • Vista la arbitrariedad con que se procede frente a las instituciones y los usos constitucionales, incluso lo hasta ayer impensable se ha hecho posible

Todo era bonito. Las sonrisas de los asistentes, los besos en las mejillas entre hombres y mujeres o de éstas entre sí, los apretones de manos y palmadas en la espalda entre ellos, el rumor de las conversaciones distendidas en el recinto cerrado, la camaradería y la alegría compartida, en fin, el buen rollo. Tierno fue, además, el detalle del niño que leyó el artículo de la Constitución y conmovedor, el relato, previo a leer el suyo, de la mujer maltratada que sonreía victoriosa tras declararse superviviente gracias al apoyo de las instituciones. Para rematarlo todo, encantadora la voz de la cantante donostiarra, pese a expresarse en letras disonantes con el aire que se respiraba en el ambiente. Todo bonito. Solemne, a ratos, agradable, en todos. Pero salieron a escena los actores y la distensión quedó en tensión. Dejaron de hablarse quienes antes charlaban y cambiaron en rictus las sonrisas. Se acabaron las bromas. ¡Quién les habrá dado voz!

Ya en el atrio, la que nunca falta conminó a quienes ella había traicionado a cuidarse de traicionar lo acordado y, en nombre de la progresía entera del país que ella representa, prometió victoria frente a la reacción. Premonitorio. Dentro, ante la solemnidad del atril, el presidente del Gobierno y el del partido principal de la oposición que se dice ganador rompieron la paz con recíprocos reproches. Sólo habían quedado ellos dos para enfrentarse. Los asociados del primero y el rival del segundo, llamándose, a un sorprendente unísono, andana, se habían ausentado de la fiesta, sin que nadie los echara en falta. No suelen acudir a estas convivencias por temor al qué dirán los suyos, aunque tampoco renuncian a mofarse de ellas desde una envidiosa ausencia. Así que los dos que quedaban, en vez de compartir, sólo por un rato, la satisfacción común que debía causarles aniversario tan longevo -cuarenta y cinco años es un récord en un país en que poco dura tanto-, desenfundaron y comenzaron a dispararse, tomando el Salón de los Pasos Perdidos por otro del Oeste americano. Todo un despropósito que sólo la inveterada costumbre impidió que dejara boquiabiertos a los asistentes. Tampoco el discurso de la anfitriona, que va adquiriendo el hábito de discurrir arriesgándose entre Escila y Caribdis, contribuyó a devolver el sosiego a lo que había vuelto a crisparse.

Pero hasta en renglones torcidos puede hacerse una lectura apañada. La mía es que la ya madura Constitución goza de una salud tan de hierro, que ha mantenido su vigor juvenil incluso frente al acoso al que la someten quienes, debiendo cuidarla, tan mal la quieren y peor la tratan. No es ella la que necesita reformas, no, al menos, de demasiado calado, sino que son quienes la manejan los que deberían someterse a algunas serias que con urgencia precisan. La primera y principal sería no revolverla para ver por qué vericuetos es posible esquivarla en lugar de estudiarla para mejor cumplirla. Sirva de ejemplo el enquistado e irritante proceso de renovación del CGPJ. Es ya hora de que el presidente del Gobierno y el líder de la oposición se la lean con cuidado y aparten sus manos de un asunto que debe quedar en las de quienes son sus auténticos responsables: los presidentes del Congreso y del Senado. La larga dejación de funciones que los actuales parecen dispuestos a prorrogar es, en buena medida, el origen del impasse en que el proceso se ha atascado.

Y, por terminar con el mismo tono franco y distendido con que ha querido desenvolverse el artículo, vaya mi propuesta de reforma constitucional que, por las dificultades procesales que comporta, nadie parece atreverse a abordar. La preeminencia del varón sobre la mujer, establecida en el artículo 57.1, fue por un tiempo la espada de Damocles que se cernió sobre la sucesión de la Corona. El trascurso de aquél la ha hecho ya -digo yo- inofensiva. Y, sin embargo, ahí sigue pendiente sobre el proceso como sobre la cabeza de Damocles en Siracusa. Una nueva ley ha rearmado su amenaza. Pues, si, haciendo uso del derecho que le otorga la llamada ‘ley trans’, la infanta se autodeterminara varón, ¿podría reclamar derecho a su preeminencia sobre la princesa o el principio general de no discriminación por sexo se impondría? Al más novato constitucionalista le parecerá esto una boutade. A mí también. Pero, tal como están las cosas, todo cabe. Antaño, el fratricidio o declarar loca a la legítima pretendiente; hogaño, la ley. Hemos avanzado.