Todos nuestros problemas en la construcción europea siguen reduciéndose a uno: la falta de flexibilidad constitucional de la Unión para acomodar las diferencias entre los Estados. La obligación de la unanimidad en la ratificación de los Tratados y la imposibilidad de funcionar a varias velocidades impide ajustar 27 idiosincrasias nacionales.
Regreso de Londres, donde el aire huele a derrota laborista. Es como una ciudad sitiada a la espera del asalto final, completamente consciente de que las defensas no aguantarán. Los europeístas recogen los bártulos y se preparan para el exilio con el rabillo del ojo puesto en el primer ministro, Gordon Brown: ¿hasta cuándo aguantará? Brown intentó reivindicar su falta de carisma con aquella fantástica campaña de imagen donde nos recordaba que no era Flash Gordon, sino «sólo Gordon», pero ahora, como Gunga Din, tiene ante sí la oportunidad de reconciliarse con la historia aguantando en el cargo hasta que el Tratado de Lisboa entre en vigor.
Pero se trata de un sacrificio inútil (y probablemente, poco democrático). Tal y como nos han hecho saber los conservadores, si llegan al poder antes de que el Tratado entre en vigor, convocarán un referéndum (que seguramente ganarán) pidiendo el ‘no’, lo que volverá a poner el marcador de la ratificación del Tratado a cero, además de abrir una enorme crisis en las relaciones entre la UE y el Reino Unido. Y si llegan al poder con el Tratado ratificado, la cosa no pinta mucho mejor: el ministro de Exteriores en la sombra, William Hague, es un conocido euroescéptico cuya gestión indudablemente paralizaría el desarrollo de numerosos aspectos clave del nuevo Tratado de Lisboa y el ministro de Defensa en la sombra, Liam Fox, ya ha hecho saber que querría retirar al Reino Unido de la Agencia Europea de Defensa, una institución clave para coordinar la política de defensa europea, especialmente en los aspectos industriales. Del dicho al hecho. La decisión de los conservadores británicos de retirarse del grupo popular en el Parlamento Europeo muestra a las claras sus intenciones: se acabó la tradicional posición británica, sostenida incluso por Thatcher, de influir en las instituciones europeas desde dentro; ahora de lo que se trata es de bloquear desde fuera. Para que digan que Europa es aburrida.
Sí. En la construcción es una de cal y otra de arena, pero si te dedicas a la construcción europea, mejor prepararse para una de cal y dos de arena, no vaya a ser que te pases de entusiasmo. Ésa es la lógica que explica por qué nada más conocerse la semana pasada que las encuestas en Irlanda daban ganador al ‘sí’ en el referéndum sobre la Constitución europea, el inefable presidente checo, Václav Klaus, promoviera entre parlamentarios afines una demanda ante el Tribunal Constitucional con el fin de paralizar el proceso de entrada en vigor del Tratado. Dado que éste ya dictaminó favorablemente sobre la constitucionalidad del texto, esta manera de exprimir al máximo todos los recovecos legales para bloquear una decisión que se sabe perdida de antemano nos remite a un término de la jerga parlamentaria: filibusterismo. No dejaría de resultar curioso que un gentleman británico y un hombre tan pretendidamente recto y legalista como Klaus se prestaran tan fácilmente a obviar el fair play pactando una dilación. Como señalan las reglas del Marqués de Queensberry que John Ford nos descubriera en (precisamente) ese canto a Irlanda que es el Hombre tranquilo, «el objetivo no es ganar, sino ganar de acuerdo a las reglas».
Hemos hablado mucho estos meses del pinchazo de la burbuja inmobiliaria, pero el pinchazo de la construcción europea dura ya bastantes más años. Todos nuestros problemas siguen reduciéndose a uno sólo: la falta de flexibilidad constitucional de la Unión Europea para acomodar las diferencias entre los Estados miembros. El rígido corsé impuesto por la unanimidad en el procedimiento de negociación y ratificación de los Tratados, sumado a la imposibilidad de funcionar simultáneamente a varias velocidades, dibuja un traje imposible de ajustar a 27 idiosincrasias nacionales con sus respectivos ciclos políticos nacionales, procedimientos constitucionales, concepciones de la democracia y visiones del mundo.
Ahora son los checos y los británicos los que izan la bandera pirata y se hacen a la mar, cruzándose en la bocana del puerto con los irlandeses, que regresan después de una singladura bastante accidentada. Y cuando estén en alta mar euroescéptica, verán también pasar a los islandeses, que buscan el abrigo financiero europeo, o a croatas, macedonios, turcos y otros, que esperan a que control de tráfico marítimo les dé paso. Quede claro que los motivos de unos y otros son igualmente válidos y nobles: nadie puede ser obligado a estar en la UE en contra de su voluntad, ni tampoco se le puede imponer una definición de la integración europea como superior. Nada del otro mundo en un contexto de Estados-nación celosos de su soberanía, pero algo a la vez exasperantemente difícil de gestionar. Lo ideal, claro está, es cambiar las reglas, pero mientras estas reglas estén en vigor, hay que ganar de acuerdo con ellas. Será una pelea difícil.
José Ignacio Torreblanca, EL PAÍS, 5/10/2009