LIBERTAD DIGITAL 02/05/17
CRISTINA LOSADA
· En España estamos imitando el modelo italiano y apenas hacemos nada para prevenir la corrupción.
Después de la última ración de escándalo servida por la operación Lezo, el Partido Popular se ha propuesto acelerar la creación de una oficina interna contra la corrupción. Acelerar no es el verbo apropiado. Han pasado diez años desde que salió a la luz la trama Gürtel, que afectaba de lleno al PP, y ya entonces se podía sospechar que no iba a ser la única. Pero siempre hay pretextos para aplazar aquello que se quiere aplazar. Para cerrar los ojos ante aquello que no se quiere ver. O para cerrarlos ante aquello que se prefiere consentir. Como el PP acelere más la apertura de esa oficina anticorrupción, estará en marcha para las calendas griegas.
Quizá esa futura oficina, una suerte de asuntos internos del partido, se plantearía investigar una denuncia como la que hizo Jesús Gómez, exalcalde de Leganés y hoy diputado del PP en la Asamblea de Madrid. A Gómez le llegó que Ignacio González disponía de una cuenta en Suiza. Se lo comunicó a la dirección regional y a la nacional. González fue convocado, negó taxativamente que tuviera esa cuenta y ahí quedó todo. Según explicaban estos días, los dirigentes atribuyeron la iniciativa de Gómez a «un ánimo de venganza». La cuestión importante es que el partido no hizo nada serio por comprobar la información. «No somos la policía ni los jueces», justificó el coordinador Martínez Maillo.
La afirmación de Maillo tiene interés porque refleja las limitaciones de la política del PP frente a la corrupción. Presume de haber endurecido las sanciones y de dejar que la policía y los jueces hagan su trabajo, como si tal cosa fuera optativa, como si se pudiera (o debiera) obstaculizarlo. Pero todo eso, siendo necesario y forzoso, es insuficiente. Más aún cuando hay que contar con la lentitud de la vía judicial. Lentitud de la que suelen lamentarse mucho los partidos afectados, sin que planteen nunca fórmulas para remediarla, lo cual nos lleva a pensar a los aguafiestas habituales si no será que esa velocidad de tortuga les conviene.
En Europa tuvimos hace décadas un ejemplo de qué sucede cuando el peso de la lucha contra corrupción recae exclusivamente en los jueces. La actuación conocida como Mani Pulite, liderada por el juez Di Pietro, logró, sí, acusar y detener a centenares de cargos públicos, políticos y empresarios. También logró, aunque vaya logro, que desaparecieran partidos que habían estado en el centro de la vida política y en su lugar se instalara un tal Berlusconi. Hasta consiguió que la opinión pública se revolviera finalmente contra los jueces. Pero años después de aquella tremenda operación judicial Italia seguía lidiando con la corrupción.
En España estamos imitando el modelo italiano. De otra manera, más dispersa, pero con el mismo énfasis en perseguir la corrupción una vez que se ha manifestado, no en prevenirla. Cada nueva operación judicial escandaliza a la opinión pública, a la vez que su espectacularidad permite encubrir la ausencia de reformas que apunten a los problemas de fondo. Sin duda, el reducido efecto electoral de la corrupción quita incentivos a los partidos afectados para promoverlas. Ya les va bien así. Caen unos cuantos de los suyos, que no suelen estar en primera línea, pierden el poder en unos sitios pero lo mantienen en otros, bajan temporalmente en las encuestas, y con ese balance de pérdidas y beneficios se pueden permitir el lujo de que, en lo esencial, todo siga como antes.