Rebeca Argudo-EL ESPAÑOL
Pablo Iglesias se marea con sus logros. Y yo también, lo reconozco. Pero sospecho que nuestros desvanecimientos (mis sales, mis sales) se deben a diferentes interpretaciones de la misma trayectoria vital.
Y es que donde él ve a un líder político que ha hecho historia (“ni Enrico Berlinguer pudo llegar a donde he llegado yo”), yo sólo veo a un tardoadolescente trilero con suerte (¿dónde está la bolita?) pagado de sí mismo, capaz de hacer una cosa y decir la contraria sin sonrojo, de estar en misa y repicando. Ninfómana y romántica.
El muy feminista que se saltó su baja de paternidad para no delegar en su señora y que volvió de ella (de la baja, no de la señora) como quien vuelve (vuELve) de Vietnam, es también el que quería que se “normalizara el insulto”. Hasta que le llamaron “rata”, que entonces ya no.
El mismo que prescribía jarabe democrático a los demás, pero establece una diferencia entre “escrache” y “acoso” que se basa únicamente en el carné de afiliado del sufriente. Capaz de alertar contra la casta desde un chalet con piscina, embutido en un jersey viejo como yo cuando como helado delante de la tele y sé que no me ve nadie, arengando a las masas sobre los peligros de los poderosos instalado en el poder, de encararse con cuatro chavales rodeado de guardaespaldas. Valiente.
Hay que tener talento, hay que decirlo, para convencer a la señora de la limpieza de que tiene más que ver con ella Ana Patricia Botín que el barrendero de su calle, que este último la oprime mientras la primera es su hermana.
De sostener que la primera acepción de fascista es todo aquel que discrepe conmigo. Reconozcámosle el don de hacernos creer que tenemos problemas que no existían y presentarse como el único capaz de solucionarlos. De vendernos como logro propio la conquista de derechos que ya teníamos. De sostener, con todo su cuajo, que la igualdad real consiste en igualar resultados y no en garantizar la igualdad de oportunidades.
Pablo Iglesias da su último concierto, ajeno a que ya nadie corea sus canciones (tan 2011, tan tú antes molabas), mientras trata de convencernos (de convencerse a sí mismo) de que se va porque quiere, que a él nadie le echa. Que es modesta generosidad y no amarga resignación.
Pablo Iglesias. El que señala periodistas, el que promueve cordones sanitarios, el de los macarras a sueldo del partido que agreden policías y pretenden reventar mítines, el de la diputada niñera y la escolta recadera. El de la memoria del móvil, las mercerías brutalistas (ora un ministerio, ora un diario digital, ora una asesoría).
Es cierto que mirar atrás marea. Observar lo que ha hecho hasta ahora produce vahídos, sí.
Ha manoseado tanto la política española, ha guarreado tanto como puerco en lodazal, emponzoñado tanto el debate público, que con su salida, como le decía Don Luis Mejía a Don Juan Tenorio sobre Doña Inés, “mas con lo que habéis osado, imposible la hais dejado para vos y para mí”.
Ahora que se va, y mientras tratamos de remediar el desastre de esta mesa de los grandes donde se cometió el error de dejar sentarse a un crío, sería justo que nos hiciese un último favor, caballero. Como pidió uno que había a un representante político, sin decoro ni educación, durante una Comisión de Reconstrucción, “cierre la puerta al salir”.