Tonia Etxarri-El Correo
La voz del vicelehendakari de los primeros gobiernos vascos de la democracia, que creó Kutxabank y lo convirtió en uno de los bancos más solventes de España, se ha apagado para siempre, dejando un reguero de lamentos y homenajes al servidor público más brillante de los que ha tenido la comunidad autónoma vasca desde 1980.
Mi comunicación con Mario Fernández ha sido intermitente desde que echó a andar el autogobierno vasco. Muy intensa en su década prodigiosa, la de los 80; por mail tras su dimisión en Kutxabank, telefónica tras haberse visto envuelto en el proceso judicial que le acabó sentando en el banquillo por contratación irregular del socialista Mikel Cabieces y recuperada, presencialmente, en los dos últimos años. Y doy fe de que su mente privilegiada despertaba , a pesar de su enfermedad, para transitar, con añoranza y destellos de ingenio, por su etapa favorita que evocaba para concluir que le había valido la pena su incursión en la política. A pesar de los sinsabores, de las ingratitudes, de las incomprensiones. Porque, a la mínima oportunidad, atendiendo en su domicilio a las visitas de los amigos a quienes todavía reconocía aunque le costase hilvanar con ellos una conversación fluida, mostraba con orgullo algunas cartas de reconocimiento. Fotos con Adolfo Suárez. Y alternaba nombres de quienes fueron sus interlocutores más distinguidos en el fragor de la batalla. Pedro Luis Uriarte. Con agradecimiento especial a Josu Jon Imaz.
Guardo la foto en la que Mario me está respondiendo a unas preguntas en la cabeza de aquella manifestación contra la LOAPA, celebrada días después de su éxito televisivo en un combate dialéctico en el que dejó KO sin remisión al ministro Martín Villa. La gente lo vitoreaba por las calles de Bilbao. Y le llevé una copia. Su esposa, Arantza, con sumo cuidado, la colocó junto a tantas otras imágenes en su particular galería de los recuerdos. Y él volvió a pasear por los 80.
En realidad se había reconocido a sí mismo como abogado experto en derecho Mercantil, profesor y banquero, antes que político. Pero fue un político insustituible en la puesta en marcha del autogobierno vasco. Es cierto que se identificaba con el nacionalismo de los 80, pero a su manera. Porque rehuía de las tribus. No encajaba fácilmente, en los movimientos gregarios. Cuando el nacionalismo del PNV implosionó y él se quedó con Eusko Alkartasuna, seguía rehuyendo de los encasillamientos. «Yo soy ‘marista’; a mí no me encuadréis, ‘marista’ de Mario», precisaba para despejar cualquier duda. Quizá por eso, Andoni Ortuzar lo definió ayer con prudencia aludiendo a sus «convicciones nacionales vascas profundas». Y hasta ahí pudo leer.
En realidad, Mario se encontró muy solo en los tiempos en los que quiso ampliar el accionariado en Kutxabank con capital privado y con salida a Bolsa. Porque su mente liberal chocó con la oposición del PNV, pendiente de las críticas de Bildu. Del conflicto judicial por el contrato del socialista Mikel Cabieces le quedó un poso de amargura. Porque el broche final de su excelente carrera manchó su expediente. Y los contratiempos, que hicieron mella en su estado de ánimo, fueron cerrando muchas ventanas del recuerdo. Es tiempo de reconocimiento. El que se merece quien fue uno de los pilares fundamentales de la puesta en marcha de la autonomía vasca, a las órdenes de Garaikoetxea y quien actuó, siempre, con la mentalidad más abierta de todos los que le rodeaban. Se ha apagado la luz de un liderazgo único, de los que ya no se estilan.