Santiago González, santiagonzalez.wordpress.com, 31/3/12
Buenas tardes. Al tener noticia de este libro de Aurelio por una reseña que publicó Fernando Savater en El País, me invadieron una sensación y un sentimiento. La sensación fue de urgencia. Esperé a que abrieran las librerías y fui aquella misma mañana a comprarlo.
El sentimiento fue de envidia. De una sana envidia, diría, si no fuera porque este es uno de esos tontos tópicos recogidos en este vademécum de la falsedad. No hay sana envidia. Todas son expresiones de lo más bajo de nosotros mismos, el lamento de que otro tenga lo que deseábamos para nosotros. En este caso, el talento y la ocurrencia. A mí ya me ha pasado dos veces con Aurelio Arteta: quedarme deslumbrado con uno de sus libros para luego lamentar: “Y esto, ¿por qué no se me ocurrió a mí antes?”
Mutatis mutandis es lo mismo que me pasa cada vez que leo en los papeles que Charlize Theron tiene otro novio. Envidia insana; no de Charlize, naturalmente, sino del novio nuevo. Incluso de los anteriores, que me quitasen lo bailao. Como dicen los famosos versos de Wordsworth:
“Aunque ya nada pueda devolvernos la hora del esplendor en la yerba, de la gloria en las flores, no hay que afligirse, porque la belleza permanece siempre en el recuerdo.”
Una vez hecha esta explicación de voto, vayamos al grano y volvamos al principio. Así pues, buenas tardes a todos y a todas, bilbaínos y bilbaínas de uno y otro sexo. O género. O génera.
He querido empezar incurriendo en uno de esos tontos tópicos de lenguaje que el feminismo oficialista ha impuesto casi en todas partes, puesto que el libro que presentamos hoy trata de cosas como ésta. No haré un descripción de la obra, tarea que hará con mucha más pericia que yo el autor. Me conformaré con decir que no deben ustedes vivir sin él. Es más, aprovechando estos diez minutos que voy a emplear para decir unas tonterías deberían salir al vestíbulo y comprarlo para someter después al autor a la tortura amable de la firma.
Hablemos pues de tontos tópicos y me gustaría hacerlo desde una consideración general y también desde el examen de algunos de ellos, tocados por el autor en este libro o en el siguiente, porque, creo yo que este ensayo está llamado a tener continuidad.
La consideración primera, aunque no sea la más importante, es de carácter estético. La había expuesto Orwell en un breve y magnífico ensayo, ‘La política y la lengua inglesa’ en el que aborda la degeneración de la lengua con un hermoso ejemplo, una cita del Eclesiastés:
Retorné y vi que bajo el sol la carrera no es de los veloces, ni la batalla de los fuertes, ni el pan para el sabio, ni las riquezas para los hombres de conocimiento, ni el favor para los capaces; sino que el tiempo y la oportunidad acontecen a todos ellos.
Helo aquí en inglés moderno:
Las consideraciones objetivas de los fenómenos contemporáneos obligan a concluir que el éxito o el fracaso en las actividades competitivas no exhibe ninguna tendencia conmensurable con la capacidad innata, sino que es un notable elemento de que lo imprevisible debe tenerse invariablemente en cuenta.
Esta reflexión era de 1946. Allí acuña un concepto que yo me permitiría emparentar con éste de los tontos tópicos, las metáforas moribundas:
“hay un enorme basurero de metáforas gastadas que han perdido todo poder evocador y que se usan tan sólo porque evitan a las personas el trabajo de inventar sus propias frases. Veamos algunos ejemplos: “doblar las campanas por”, “blandir el garrote”, “mantener a raya “, “marchar hombro con hombro”, etc. Muchas de ellas se usan sin saber su significado y muchas veces se mezclan metáforas incompatibles, signo seguro de que el escritor no está interesado en lo que dice”.
La consideración general era expuesta por Aurelio en una entrevista en El Mundo hace unas semanas, al definir el libro como una recopilación
“de lugares comunes, pero sólo de aquellos que muestran a las claras un carácter moral y político. Por eso mismo son más peligrosos que otros, puesto que estos tópicos son prácticos, es decir, pretenden transformar la conducta individual o colectiva. Hay algo que está presente en todos ellos, digamos que la ignorancia y la pereza mental. En nuestro país y en este momento, además, delatan las actitudes y creencias dominantes: el relativismo moral y cultural, la igualación de todos y en todo, el tramposo recurso al derecho para justificar nuestra falta de virtud…”.
He aquí una primera observación de mucho calado. La consideración moral que atraviesa ‘Tantos tontos tópicos’. No podía ser de otra manera. “La sintaxis es una cuestión moral” había dicho Paul Valery sobrado de razón. El carácter práctico de estos tópicos, esa voluntad de transformar las conductas individuales y de definir una ingeniería social que acomodara la realidad al ideal han sido forma de Gobierno en España hasta hace muy pocos meses. El anterior presidente creó un Ministerio de la Igualdad para eso. Recordemos que la efímera ministra de la Cosa patrocinó un nuevo paradigma de la masculinidad y que definió una frontera móvil del mujerío: mujeres de 16 años se dice en la Ley de Salud Sexual y Reproductiva e Interrupción Voluntaria del Embarazo cuando se trata de que las adolescentes de 16 años puedan abortar sin el conocimiento de sus padres.
Más aún: el 21 de septiembre de 2011, la prensa progresista por antonomasia publicaba un reportaje titulado “Dos millones de mujeres ‘desaparecen’ cada año”. Se refería a millón y medio de abortos selectivos practicados en el Cáucaso y los Balcanes después de dictaminado el sexo femenino del embrión, a lo que había que sumar medio millón de niñas menores de cinco años que fallecen víctimas de la desatención en sus hogares a favor de sus hermanos varones.
No es una cuestión menor el nombre de la ley y su artificiosa perífrasis. Para definir el aborto como un derecho, convendrán conmigo en que viene muy bien el circunloquio y el calificativo: Interrupción voluntaria del Embarazo define en su propia expresión un derecho con mucha más fuerza que el término ‘aborto’.
Así, ya estamos en uno de esos tontos tópicos, recogido por Aurelio y que yo he aceptado durante bastante tiempo por haberme dejado deslizar por la superficie encerada de las palabras: “Mi cuerpo es mío (y hago con él lo que quiero)”. Hay que explicar que los hombres de mi edad participábamos de la lucha de las mujeres con un voluntarismo imposible que nos llevaba a lucir pegatinas de las campañas de por entonces: “Yo también he abortado”, “Yo también soy adúltera”, coincidiendo con campañas, justas, por otra parte, por la despenalización de dos tipos delictivos que recogía el Código Penal de la época, y que afectaban de manera injusta a las mujeres: el aborto y el adulterio femenino.
Razona bien el autor al desmontar esta falacia mediante la reducción al absurdo. Basta padecer una enfermedad dolorosa para planearse el asunto justo al revés: si nosotros somos en realidad de nuestro cuerpo cuando éste nos causa un dolor insoportable. Vayamos al fondo: Si nuestro cuerpo fuera una propiedad nuestra de la que podemos disponer de manera libérrima, no habría razón para que una violación fuese castigada penalmente con tanta severidad, como si fuera una violación de la persona entera, no de una propiedad de ella.
Esto me ha hecho recordar una anomalía del Código Penal franquista que la democracia corrigió oportunamente en su día. La dictadura también debía de considerar el cuerpo de las mujeres, víctimas casi exclusivas del delito de violación, como una propiedad de la titular que hubiera sufrido algún perjuicio. Por esta razón el delito prescribía por el perdón de la violada. Algo así como lo que plantean algunos para los asesinatos terroristas: un daño amortizable por el perdón de las víctimas.
Esta particularidad abría la puerta a que los familiares del presunto procurasen el perdón liberador, bien mediante dádivas, bien mediante amenazas a la víctima, lo que sucedía en ocasiones. Salvo, ojo, que el violador, ya de paso, le hubiera robado el bolso, porque el robo era un delito perseguible de oficio y no le valía al autor el perdón de la robada.
Y ya que estamos con el sexo, o con el género, vamos a ver otro de esos tópicos que parecen explicar mucho. Me refiero a la reivindicación de una mayor “visibilidad de la mujer” y que obliga a una cansina duplicación de las palabras o a una absurda complicación de la sintaxis mediante perífrasis inverosímiles. En contra de la realidad, de los hechos. Contra la sencillez, el artificio.
El 29 de mayo de 2009 en un acto de campaña ante las elecciones europeas que se iban a celebrar diez días más tarde, el presidente de la Junta de Andalucía, José Antonio Griñán, comenzó su parlamento diciendo:
“Hoy vamos a utilizar el femenino nada más. Los hombres os conformáis. Estoy muy contenta [Aquí, claro, hubo risas…], no os riáis, siempre se ha utilizado el masculino para llamaros a vosotras y mí no me importa utilizar el femenino para que me llamen a mí”. E insistió: “Estoy muy contenta para recordar el compromiso irrenunciable con la igualdad efectiva entre hombres y mujeres de la Junta de Andalucía”.
Estas cosas se sabe cómo empiezan, si mi querido Aurelio me deja recrearme en otro tópico, que añade: pero no cómo terminan. Aunque nada más lejos de mi intención que hacer determinismo, los principios sí permiten intuir en muchas ocasiones por dónde va a ir a desaguar la cosa.
Esto tiene que ver con el lenguaje de lo políticamente correcto, una de las más genuinas acuñaciones de la izquierda, y no precisamente de la socialdemocracia europea, sino del más ortodoxo y dogmático marxismo-leninismo, que fue difundido en EEUU por el izquierdismo maoísta y adoptado por todas las almas bellas que practican el buenismo, los ‘bledding hearts’ (corazones sangrantes) que acuñó el columnista Westbrook Pegler hace ya muchos años. Debe su nombre a la línea políticamente correcta por antonomasia, o sea, la del Partido, en singular y con mayúsculas. Hoy, este lenguaje es una de esas estrategias para velar la realidad y asentar el relativismo del que hablaba Aurelio en la citada entrevista.
Vamos a ver un ejemplo de la mezcla del sexo con la corrección política. Juntar el sexo con las ganas de comer, diría si no fueran a afearme ustedes la metáfora. ¿Habría que enmendarle a García Lorca su ‘Romancero Gitano’? En estos tiempos son doblemente intolerables versos como:
Por el olivar venían,
bronce y sueño,
los gitanos.
¿Quién se creía que era para negar la visibilidad a las gitanas? El desaguisado admite dos soluciones. La primera ya se la imaginan ustedes:
Por el olivar venían,
bronce y sueño,
los gitanos y las gitanas.
Queda el problema del racismo implícito. Hay que sortear la palabra denigratoria. Poco importa que los gitanos se llamen a sí mismos gitanos. Si lo sabremos nosotros que es un término despectivo (al fin y al cabo, el racismo está dentro de nosotros). Para esto viene muy bien la perífrasis a la que los medios de comunicación nos hemos aplicado con mucho esmero, y aún diría que con fruición:
Por el olivar venían,
bronce y sueño,
las personas de etnia gitana.
Bueno, pues así está el tema. No es un tópico que se venga arrastrando desde prejuicios ancestrales, sino desde una supuesta modernidad. Corresponden también a esta época dos tontos tópicos que hicieron fortuna.
El primero de ellos tuvo su origen en una banalidad que dijo el Rey al recibir al presidente del Parlamento catalán, Ernest Benach tras las autonómicas de 2003. Según explicó éste, con el aire gozoso de quien acaba de hacer un gran descubrimiento, Don Juan Carlos le dijo durante la audiencia: “Hablando se entiende la gente”.
Un tópico. Dos desconocidos en un ascensor. “Buen tiempo, ¿eh?” dice uno de ellos, y el otro, cumplidor, responde: “sí, pero no vendría mal que lloviera un poco”. Etcétera, hasta que llegan al quinto piso.
Pero Benach, que era jardinero, un míster Chance en sentido estricto, se lo tomó en sentido literal y lo repitió. A lo largo de los días siguientes, la locución fue repetida por el propio Benach, por Carod-Rovira y Maragall, por el presidente del Parlamento vasco, el hoy lehendakari, Patxi López, el actual consejero de Interior, el alcalde de San Sebastián, Arnaldo Otegi y algunos otras celebridades menores.
Ezquerra Republicana de Catalunya lo tradujo al catalán (“Parlant, la gent s’entén”) y lo convirtió en lema de campaña electoral para las generales del 14 de marzo de 2004. Emparentada con él está esta otra tontería proferida por el entonces presidente Zapatero en marzo de 2005:
Quiso desautorizar suavemente al presidente del Congreso, Manuel Marín, que no permitió al diputado nacionalista Aitor Esteban, expresarse en euskera en el hemiciclo. Y dijo:
“Las lenguas están hechas para entenderse”.
La frase sublevó a Sánchez Ferlosio, que respondió a la provocación con una carta en ABC, en la que recordaba a Zapatero que:
“Con el semantema «lengua» el plural no admite más que un valor distributivo, y al decir, como él ha dicho, «las lenguas están hechas para entenderse» no cabe otra interpretación correcta que la de «cada una de ellas para entenderse sus hablantes entre sí»; nunca «para entenderse una lengua con otra», lo que es palmariamente falso: el latín no está hecho para entenderse con el griego. Cuando hablantes griegos y romanos hubiesen querido entenderse, o bien habrían recurrido, para comunicaciones muy elementales, al lenguaje de los gestos (…) o bien a un intérprete que supiese ambas lenguas, o bien a una tercera lengua por ambos conocida”.
Tonterías como ésta alfombran el camino por donde discurre hoy lo que comúnmente tomamos por pensamiento y que no es sino una colección de tontos tópicos, sin mayor poder explicativo de la realidad, de las cosas, que el refranero.
Me van a permitir volver a lo del lenguaje discriminador. Yo recuerdo una de esas gloriosas intervenciones de Zapatero en un centro de discapacitados, en el que dio una lección magistral de sentimentalidad, al sostener que no se podía decir ‘discapacitado’, porque el lenguaje discrimina a las personas.
Somos las personas las que discriminamos: por nuestros prejuicios, por egoísmo, por pereza, por soberbia, yo qué sé por cuantas razones más, pero no hay que echarle la culpa al lenguaje. Que no hace sin o transmitir los sentimientos del hablante. Los humanos tenemos tabúes, y tendemos a esconderlos. No sólo respecto a la enfermedad y la muerte, que por supuesto, sino, por ejemplo con respecto a determinadas actividades que, por muy naturales que sean, conviene velar. No es más que un hábito cultural.
Hay una película de Buñuel que a mí me gusta mucho, ‘El discreto encanto de la burguesía’, en la que unos personajes están sentados en torno a una mesa. No sobre sillas, sino sobre tazas de váter. En un momento dado, uno de los personajes, no recuerdo su sexo, se levanta de su asiento, se sube los pantalones o las bragas, se excusa y va a un pequeño cuartito cuya puerta cierra por dentro. Abre un cajón y empieza a comer con delectación la comida que allí encuentra. ¿Por qué consideramos actividad social una cosa y no la otra? Hábitos culturales.
De hecho, a lo largo del tiempo hemos ido cambiando la terminología con que nos referimos a ese cuartito en el que se realizan esas actividades a las que yo mismo me estoy refiriendo ahora con perífrasis. Sebastián de Covarrubias define la voz ‘retrete’ como “el aposento pequeño y recogido en la parte más secreta de la casa. Y así se dijo deretro”. Cuando yo empezaba mi bachillerato en el Instituto de Burgos, había un catedrático, ya jubilado, Ismael García Rámila, que seguía haciendo su vida en el instituto, ocupándose de guardar las clases en las que se hubiera producido una inasistencia del profesor. Una travesura recurrente era pedirle permiso “para ir al váter”, lo que desencadenaba en él un arrebato de indignación y una benevolente reprimenda: “Cómo puede usted decir ‘váter’, un barbarismo estúpido, teniendo en castellano una palabra tan eufónica como retrete.”
Retrete se usó mientras cumplía su función de aludir discretamente a su realidad, pero fue barrida por un anglicismo tan estúpido como “water closed”, aunque váter pronto reveló su significado y se buscaron nuevos eufemismos, como ‘toilette’, aseo, cuarto de baño, servicio, en un uso comprensivo de la metonimia.
Hace muchos años a las personas con síndrome de down se les llamaba ‘tontos’. Después, la piedad del pueblo llano suavizó el concepto con un diminutivo. “Mi señorito Vicente, es tontito, el pobre”, decía Ángel Álvarez a su amigo Pepe Isbert en “El cochecito”, aquella gran película de Marco Ferreri. La lucha por la dignidad de colectivos desfavorecidos y el lenguaje políticamente correcto, ha determinado una huída literaria de la realidad (y de la crueldad humana) hacia términos crecientemente abstrusos, como ‘mongólico’, ‘retrasado mental’, ‘subnormal’, ‘discapacitado intelectual’ y “afectado por el síndrome de Down”, aunque ya se anuncia un sustituto más ventajoso, por incomprensible,“persona con trisomía 21″. Hoy, el uso de expresiones como mongólico, subnormal o retrasado mental son impensables.
La polémica entre género y sexo tuvo su momento estelar en la polémica que acompañó el nacimiento de la Ley contra la Violencia de Género. En realidad, género es un anglicismo, o, como dijo la primera ministra de Cultura nombrada por Zapatero, Carmen Calvo, ‘un anglicanismo’, lo cual ya da una idea de por dónde discurre el despropósito. La Moncloa quiso cubrir la responsabilidad y planteó una consulta sobre el nombre de la Ley a la Real Academia Española. Ésta encargó el dictamen a uno de sus miembros, Antonio Muñoz Molina, que escribió una respuesta razonada y documentada de por qué era preferible el uso de ‘sexo’ y no de ‘género’. En inglés no existe el concepto de género gramatical. Los objetos no lo tienen. No tiene sentido decir que mesa es femenino y armario masculino.
No debe confundirse el género con el sexo, pese a que el feminismo oficial recurre a otro tópico: la perspectiva de género se refiere a los roles de hombres y mujeres; no se trata de sexo puro y duro. Bien. No haré bromas respecto a la dureza como una cualidad consustancial a la práctica del sexo, pero la cuestión es que en inglés no tendría sentido esa casilla que figura en nuestro DNI: ‘Sexo’ y a continuación dice M o F, que quiere decir masculino o femenino. En inglés no se dice ‘Sex’, palabra que se emplea exclusivamente para la coyunda, para la práctica del sexo. En cambio pone ‘Gender’ y a continuación se especifica M (male) o F (female) O sea, a lo que llamamos sexo en castellano.
Por lo demás, sexo duro, puede: es un calificativo conveniente, como ya he dicho, pero el sexo puro no existe, siempre está cargado de adherencias: sentimentales, afectivas, económicas, familiares, sociales y qué se yo cuántas cosas más. Kleinman, el personaje que interpreta Woody Allen en ‘Sombras y Niebla’, aparece en un prostíbulo en el que una pupila, Döris, le invita a ir con ella a la habitación.
-Nunca he pagado por el sexo, dice él con gesto indeciso.
-Eso es lo que tú te crees, responde ella con aire comprensivo.
El escritor y crítico Juan Avilés hizo una observación en una reseña muy amable sobre un libro que publiqué hace unos meses. Y escribía, con impostada sorpresa, que aquí y ahora es perfectamente posible saber qué piensa cualquiera sobre los alimentos transgénicos preguntándole por su posición respecto a Israel. Esto es lamentablemente cierto. La mayor parte de la gente anda hoy con un kit de eslóganes y frases hechas que le hacen las veces de pensamiento.
Para terminar, déjenme recordar una anécdota de hace ya muchos años, que me vino a la memoria el mes pasado, durante una conversación con un alto cargo del Ministerio del Interior, que me explicaba algo relativo a la estrategia del Gobierno respecto a la lucha antiterrorista. Y empleó uno de estos tópicos que pretenden explicarlo mediante analogías elementales y metáforas más elementales aún. El hombre de Interior me había dicho: “A los terroristas hay que aplicarles la política del palo y la zanahoria”.
En 1985, yo trabajaba como jefe de Prensa con Ramón Jáuregui, en la Delegación del Gobierno en el País Vasco. Un día me llamó para decirme que subiera a Los Olivos, que era la residencia del delegado, porque había invitado a comer a Mario Onaindía , con quien ambos teníamos buena relación. En un momento dado de la conversación, Jáuregui defendía la política de reinserción que entonces aplicaba el Gobierno socialista a los presos de la organización terrorista. Y pronunció la frase decisiva: “Hay que aplicarles la política del palo y la zanahoria”.
Mario se lo quedó mirando y procedió a desmontar el tópico de manera radical: “Está bien, pero a condición de aplicarla de manera adecuada. Lo que hay que hacer con el palo es darles en el hocico. La zanahoria es para metérsela por el culo”.
Santiago González, santiagonzalez.wordpress.com, 31/3/12