Juan Carlos Girauta-ABC

  • Hay que estar hecho de un raro material para renunciar a todo lo que te albergó y a casi todo loque albergaste

Voy de iglesia en sinagoga buscándome en Toledo. En los anchos patios, en las hornacinas indago las huellas de una mitología personal que acaso guarde algún parecido con la verdad. Dispongo de tanta historia, y tan documentada, que corro el toledano peligro al que pocos escapan, una especie de trampa de las dos rocas homéricas. O bien te estrellas contra tu aturdimiento, desbordado de nombres y pasajes, o bien te atrae con su fuerza irresistible el laberinto de callejas y persigues las pequeñas historias, perdiendo la perspectiva general. Por eso Toledo hay que mirarla y caminarla con cuidado extremo. Un deslumbramiento cada día, una epifanía cada semana, un impregnarse de a poco.

Lo que menos se espera uno cuando se busca es encontrarse. Te preguntas si será posible, si de verdad has alcanzado Ítaca. No te convences pese a las evidencias. Has querido olvidar un pasado doloroso que cerraste con la renuncia de por vida, de por eternidad, a la ciudad que te vio nacer y que te vio crecer y decrecer, y volver a crecer, y arrancarte los ropajes estrechos que Barcelona te ofrecía para circular en público y estar en ese engaño llevadero que llamamos cultura. Para otros el disfraz.

Hay que estar hecho de un raro material para renunciar a todo lo que te albergó y a casi todo lo que albergaste. Es quizá el único motivo de orgullo que pueda esgrimir en este tiempo en que los orgullos dejan de resultarme comprensibles. El orgullo del uno, el orgullo del sí. El orgullo de afirmarse contra todo y pese a todo. Por eso cuando descubro en los retablos de las infinitas iglesias toledanas una tonalidad especial en la sombra dorada, barajada con el frescor de la piedra que acude a la palma de mi mano, sumada al son lejano de una guitarra callejera ahí fuera, tengo que tentarme la ropa, las piernas, mesarme los cabellos, a ver si ese que está aquí, usurpando mi apellido y mis manías, es el mismo que se empeñaba en pasear las tardes de domingo por el Barrio Gótico de mi ciudad perdida.

Juro que ya no sé si hay un mismo momento, como quería Borges, reconocible en lugares y fechas separados. Si es así, me he dicho de repente, delirando, después de aquella trabajosa esquina de la calle Tendillas, bajo el espléndido cielo castellano que agita las paletas y conmueve los pigmentos, me daré de bruces con la entrada al claustro de la catedral de Barcelona. Qué desatino. Qué estupidez. Ya no sé de qué sirve, a qué contribuye tanto extrañamiento. Pero sí sé lo que la ciencia nos cuenta sobre la construcción del pasado a conveniencia dentro de nuestro cerebro. Sí sé del mito de la memoria fiable u objetiva. Al diablo. Eso que ahora llaman reinventarse lo viene haciendo la especie desde el primer hombre. Somos una comunidad de desdichados seres reinventados y, ante tal despropósito del cosmos, ante la flecha del tiempo inexorable, no hay alternativa. Juguemos.