ABC-IGNACIO CAMACHO

La Corona registra mayor rechazo allí donde el nacionalismo ha asumido la herencia carlista con más entusiasmo

POCO tiene de extraño que el mayor porcentaje de rechazo a la Corona se registre en Cataluña y en el País Vasco. Porque en esas dos regiones –sí, regiones, comunidades autónomas– es donde el nacionalismo ha asumido la herencia carlista con más entusiasmo, aunque ya no conciba el carlismo como eje de un conflicto legitimista o dinástico sino como un movimiento de defensa de privilegios territoriales extemporáneos y de oposición a la configuración de España como nación igualitaria de ciudadanos. No deja de resultar paradójico que ese sustrato histórico de tradición fuerista haya desembocado ahora en la demanda de un régimen republicano, pero tiene sentido en cuanto que sus partidarios saben que la abolición de la monarquía parlamentaria sería el factor clave para el desguace del Estado. También lo sabía el Rey, por fortuna, cuando decidió salir en defensa del orden constitucional en el momento crítico en que amenazaba colapso. Aquel firme discurso acentuó su impopularidad entre quienes esperaban encontrar un melifluo llamamiento al diálogo, el mantra bajo el que disfrazan su proyecto de ruptura secesionista y su repudio del pueblo español como único sujeto soberano; pero al mismo tiempo asentó en el resto del país la imagen del nuevo Monarca como garante de la integridad del vigente marco democrático. No se puede gustar a todo el mundo y, en el peor de los casos, siempre resulta más honesto y leal situarse del lado de las leyes cuyo cumplimiento y obediencia se ha jurado.

Por supuesto que a Felipe VI –Felipe IV lo llaman a veces los separatistas en un lapsus de victimismo mitológico– le preocupa esa brecha. Por eso Cataluña es la tierra en la que ha desplegado en estos cinco años una actividad pública más intensa. Las autoridades no lo han recibido allí, por cierto, de la forma más correcta: le han hecho desplantes y organizado escraches de protesta y su efigie ha sido quemada en hogueras. Pero también es consciente de hasta qué punto su figura representa la ultima ratio, el último dique político y moral contra el desafío de independencia, de modo que sus visitas son asimismo una manera de dar amparo a la comunidad no nacionalista sojuzgada por una minoría –sí, minoría, al menos de momento– insurrecta. Por mucho desprecio o falta de respeto que le muestren, no piensa arriar la bandera que ha jurado dos veces como símbolo de convivencia. Su función, por limitada de poderes que sea, tiene un carácter de salvaguardia y tutela que no puede declinar en función de unas encuestas. Y su presencia significa y refuerza el anclaje de la autonomía catalana en la arquitectura institucional de la España moderna. La Corona es, de nuevo, la clave que sujeta la bóveda entera. De algún modo, la suerte del constitucionalismo español ha vuelto a depender de su capacidad de resistencia frente a la amenaza de un tardocarlismo en rebeldía casi perpetua.