IGNACIO CAMACHO-ABC
- El indeciso, tan cortejado en la última semana, es un unicornio azul, una criatura mitológica de la política contemporánea
La fragmentación del bipartidismo no sólo multiplicó el número de indecisos –por incremento de la oferta– sino que alargó el plazo de la duda extendiéndola hasta la víspera de las elecciones y a veces hasta el mismo pie de las urnas. Ese factor revitalizó las campañas, que ahora viven un precipitado frenesí de actos, debates y comparecencias de líderes en la última semana. El presunto voto incierto se disputa a cara de perro, provincia por provincia, casa por casa, en las redes sociales y en los canales de mensajería privada. Todos los partidos alientan la esperanza de que esos ciudadanos teóricamente confusos acaben decantándose a su favor en masa, movidos por un mágico oleaje convicción multitudinaria, como si los demás contendientes en liza desaparecieran de repente del mapa. El indeciso viene a ser una criatura mitológica de la política contemporánea, un unicornio azul, una leyenda urbana como los barones socialistas partidarios de volver a la socialdemocracia clásica.
La realidad es que esa bolsa de votantes irresolutos es bastante más pequeña de lo que se piensa, y además tiene una composición muy heterogénea, más o menos la misma que el resto de la gente que sí confiesa su intención en las encuestas. Están los que vacilan entre el PSOE y Sumar, entre el PP y Vox, entre Junts y Esquerra, entre votar o no votar, e incluso existe una minoría que aún titubea entre inclinarse a la derecha o a la izquierda. Hay personas a las que les pesa su propia biografía o su conciencia a la hora de conjugar sus ideas con la decepción que les provocan los dirigentes que las representan. Algunos especímenes raros hasta se leen los programas en busca de un motivo concreto que les aclare el criterio o al menos sirva para despejar sus recelos. A otros les gustaría hacer lo que siempre han hecho pero necesitan que los candidatos más próximos a su modo de pensar les ofrezcan un argumento, una premisa razonable, siquiera un pretexto. Y casi siempre lo terminan encontrando aunque sea en el último momento.
La sociología ha demostrado que buena parte de ese cortejado colectivo se comporta igual que los electores que tienen su opción clara desde el principio. Es decir, que se reparten según las tendencias generales o dominantes del sufragio decidido porque les influye el entorno de la familia, los compañeros o los amigos, y por tanto la presunción de ganarlos para causas dogmáticas que les quedan lejanas suele resultar un esfuerzo baldío. Y otra porción, quizá la más grande, carece de incentivos para votar a nadie y al final simplemente no lo hace; la política no figura entre sus prioridades personales y le resbala este ruidoso carrusel de tipos agitados, nerviosos y vociferantes convencidos de su capacidad demiúrgica para captar voluntades. Es la funesta manía de los políticos de confundir a los que no declaran su voto con los que no lo saben.