Antonio Casado-El Confidencial

  • La clase política se apropia indebidamente de las técnicas teatrales para el engaño, la simulación y la mentira, donde se proscribe la máscara y se exige transparencia

Al dedicar su programa al Día del Teatro, Carlos Alsina nos lo puso en bandeja a quienes nos dedicamos a descifrar lo que ocurre en el mundo de la política y a procesar las intenciones de sus principales actores. De los secundarios, ni les cuento.

Aquí y ahora dicho sea con toda propiedad lo de «actores». Nos lleva a resaltar las diferencias entre quienes hacen del teatro su profesión, por amor al arte, y quienes hacen teatro para confundirnos con sus puestas en escena.
Unos y los otros, políticos de oficio y actores profesionales, pretenden seducir al público. Si hay aplauso hay premio. Ambos lo persiguen, en la sala unos, en las urnas otros. El ejercicio de un mandato político en democracia es como la institucionalización del aplauso.Cada 27 de marzo, tal día como hoy, desde 1962 se recuerda en todo el mundo el famoso manifiesto de Jean Cocteau sobre la importancia del teatro: punto de cruce «entre lo singular y lo plural, lo objetivo y lo subjetivo, lo consciente y lo inconsciente», dejó escrito el gran pensador francés.

De entonces acá, en cada una de las celebraciones anuales, gigantes como Arthur Miller, Laurence Olivier, Pablo Neruda, Eugene Ionesco, Antonio Gala, Vaclav Havel, entre otros, han ido dejando para la historia sus particulares apologías de lo que «conmueve, ilumina, incomoda, exalta, perturba, revela, provoca, transgrede» en conversación compartida con la sociedad (manifiesto de 2006, firmado por el mexicano Víctor Hugo Rascón Banda).
Pero conviene matizar. Son los actores profesionales quienes están técnica y vocacionalmente preparados para convertir la representación camaleónica en pulsión agitadora de emociones, denunciadora de injusticias o remedio de toda clase de males humanos.

Cada 27 de marzo, tal día como hoy, desde 1962 se recuerda el famoso manifiesto de Jean Cocteau sobre la importancia del teatro

La impostura profesionalizada, a escena. Honor y gloria a grandes impostores nacionales e internacionales como Marlon Brando, Fernando Fernán Gómez, Anthony Hopkins, Lola Herrera o Meryl Streep. Nada que ver con la apropiación indebida de las técnicas teatrales por parte de la clase política en general, y la nuestra en particular.
Eso es la malversación no profesionalizada del engaño, la simulación, el encubrimiento y la mentira, donde, al revés que al actor o la actriz entregados a su maravilloso oficio, se proscribe la máscara y se exige transparencia y ejemplaridad. No impostura ni alteración de personalidad.
Dos ejemplos muy a mano. Toni Cantó e Iglesias Turrión. Menos disculpable el primero, por tratarse de actor reconvertido en político sin haber dejado nunca de ser camaleónico. El segundo es el de un profesor que llegó a la política a dar espectáculo y no a resolver problemas de la gente

 

Nada que ver con la apropiación indebida de las técnicas teatrales por parte de la clase política en general, y la nuestra en particular

Y dos ejemplos extraídos del zurrado siglo XX español. El de dos insignes contemporáneos: Miguel de Unamuno y Manuel Azaña. Ambos sufrieron la contrariedad de no haber brillado como autores teatrales a la misma altura que en otros campos de la política, la escritura y el pensamiento.
Los dos quisieron utilizar el teatro como medio de expresión codificado para eludir el corsé de lo políticamente correcto. Con Francesc Maciá, presidente de la Generalitat, en el palco de honor pero con escaso éxito de crítica y público, logró finalmente Azaña estrenar su obra ‘La Corona’ en el teatro Goya de Barcelona (diciembre de 1931). Y no mejor suerte corrió Unamuno en el estreno de su obra ‘La Esfinge’ en el teatro Pérez Galdós de Las Palmas (1909).