Jon Juaristi-ABC

  • O de la necesidad del recurso a la claque en tiempos de pandemia y opinión pública silenciada

La transformación de la vida en espectáculo, afirmó Walter Benjamin antes de suicidarse en Port Bou, constituye el rasgo más característico del fascismo. Sin duda, pero también del comunismo, del peronismo, de la monarquía absoluta y hasta del sanchismo. Ningún poder ha conseguido ejercer sus funciones sin el recurso a un ritual, pero sólo el despotismo ama furiosamente el espectáculo. La teatralización de la vida es signo inequívoco del despotismo. Y dos son los elementos básicos del teatro desde su nacimiento: la máscara y el decorado. Es decir, el doble simulacro que sustituye a la Naturaleza. O sea, a la vida.

Porque también la muerte está en el origen mismo del teatro. La muerte como pestilencia y como sacrificio humano.

Ese origen se transparenta todavía en la más arquetípica de las tragedias griegas, el Edipo rey de Sófocles, que comienza en medio de la peste y concluye con la ceguera autoinfligida del protagonista, una forma mitigada de suicidio (que, sin embargo, es total en el caso de Yocasta). La máscara teatral (persona, en griego) parece que fue el resultado de una evolución lúdica de la máscara protectora utilizada por médicos y enterradores. Lo fue, de forma más directa y comprobable, en el caso de las máscaras de la Comedia del Arte, y en particular en la de Polichinela (el Pulcinella napolitano). Como observa Allardyce Nicoll en El Mundo de Arlequín, un gran acierto de la comedia italiana fue evitar el empleo de máscaras completas y reducirlas a antifaces y narices postizas que tapaban sólo medio rostro, como las de los médicos. Pero todavía en el Renacimiento la máscara del actor ocultaba su cara por completo. En El Triunfo de la Muerte, de Bruegel el Viejo, un esqueleto cubre la suya con una máscara cómica.

Como es sabido, el almirante Potemkin, amante de Catalina la Grande, se especializó en levantar decorados rurales de madera y cartón pintados que simulaban prósperos pueblos en la Rusia Vacía, para engañar a los embajadores extranjeros que ni se bajaban del carruaje. Fueron las después famosas aldeas Potemkin. Los déspotas actuales no necesitan máscaras ni decorados materiales. El escenario vacío del teatro del absurdo nos ha habituado a la teatralización imaginaria de la realidad, donde la cara del actor es su propia máscara y el paisaje más familiar puede convertirse de repente en un decorado siniestro. La presencia fantasmal de la muerte bajo forma de epidemia o terrorismo ayuda mucho a conseguir dichos efectos. El mundo del siglo XXI resulta un escenario ideal para un nuevo tipo de déspota con vocación de farsante (o a la inversa), que ya no necesita levantar decorados ni enmascararse. Le basta su rostro de hormigón armado y la televisión digital generalizada. Ambos dispositivos, uno natural y el otro tecnológico, le permiten inventarse ad libitum tesis doctorales o comisiones de expertos. Pero, ay, siempre necesitará la claque, la comparsa mercenaria que le aplauda en sustitución de una opinión pública simbólicamente amordazada por la mascarilla obligatoria. No tiene más remedio entonces que dotarse de gabinetes ministeriales hipertrofiados y de amplias cofradías de diputados lameculos que se rompen las manos a aplaudir y bisbisean como monos galvanizados con solo su figura, a la manera de las antiguas bandas de los teatros castizos del siglo dieciocho, los Chorizos y los Polacos. Pues la izquierda aplaudidora del Parlamento Pandémico nada tiene de pelucas clásicas ni de melenas románticas, y sí algo de Polacos y mucho, desde luego, de Chorizos. Por el contrario, Franco, que era un déspota pero no un farsante, reunía en la calle masas ingentes de personal que le aplaudía gratis et amore. Qué cosas.