EL CORREO 23/11/13
KEPA AULESTIA
· La izquierda abertzale no revisará nunca su pasado, y la convivencia será imperfecta. Por eso toca elegir qué imperfecciones preferimos
· Saldrá adelante aquel diseño de paz y convivencia que se imponga no por persuasión sino por agotamiento
El pasado lunes el presidente de Sortu, Hasier Arraiz, reivindicó la «acertada» trayectoria de la izquierda abertzale, por lo que no creyó necesario «rechazarla ni revisarla». Dos días más tarde, en el homenaje a Brouard y a Muguruza, Idoia Muruaga empleó la primera persona del plural para admitir que «algunas veces» también se había incurrido en graves injusticias. Esa es la distancia máxima que en estos momentos recorre el particular ‘péndulo’ de la izquierda abertzale. La horquilla ética en la que se mueve. En un extremo se niega a formular autocrítica alguna por el dolor causado, y esa misma negativa hace que ensalce su ejecutoria. En el otro extremo, los portavoces alternos de la izquierda abertzale no van más allá de presentar el daño al que hubieran podido contribuir como consecuencia inevitable de un conflicto que los habría empujado a actuar así.
Cada dirigente, militante, preso o defensor tiende a ocupar una posición determinada en un arco moral que para ellos resulta tan extenso que lo consideran de valor universal. El mensaje consiguiente parece claro: esto es lo que hay y no habrá más. En el cálculo de costes y beneficios por el que se mueve la izquierda abertzale, el reconocimiento del daño causado solo tendría algún sentido si, al mismo tiempo, el Estado constitucional hiciera lo propio, legitimando indirectamente el uso de la violencia, y si el resto de formaciones políticas evitasen todo reproche al pasado terrorista. La izquierda abertzale querría sustituir el ‘suelo ético’ en que ha de basarse la convivencia por su propio e infranqueable ‘techo moral’.
La barbarie etarra constituye el ejemplo éticamente más sofisticado de los fenómenos de terrorismo que se han dado a lo largo de la historia en distintas partes del mundo, sencillamente porque ha tenido que justificarse frente a un sistema de libertades y arraigar en una sociedad próspera. Los impulsos activistas de su origen, como respuesta a la ‘pasividad’ de la generación que había salido derrotada de la Guerra Civil, dieron lugar al empleo de la violencia como expresión máxima de autenticidad y compromiso. La espiral acción-represión-acción, teorizada como estrategia revolucionaria, se convirtió en la vivencia envolvente de una parte de la sociedad vasca facilitando el inexplicable tránsito multiplicador del terror de la dictadura a la democracia. Matar constituía un proceder tan extremo en una cultura en la que tanto pesaban los Mandamientos que solo podía obedecer a razones muy profundas y de conciencia; razones tan incuestionables que impedían cualquier juicio moral sobre el asesinato cometido o sobre la amenaza que lo anunciaba.
De tal manera que la persistencia de ETA y el recrudecimiento de su violencia durante los años ochenta y noventa se convertían en la demostración de que el pueblo vasco seguía oprimido tras la fachada de una democracia formal, cuya verdadera naturaleza estaba en los GAL y las torturas. La de ETA era una violencia de respuesta. La única víctima era el verdugo perseguido y encarcelado por comportarse como un valiente gudari. Luchar y hacerlo a tiros en la nuca constituía una misión ineludible para unos pocos voluntarios cuya generosidad era agradecida por demasiados, que jaleaban su entrega y han seguido solidarizándose con su suerte. Toda esa producción ética, que cohesionaba a la «sociedad dentro de la sociedad» que ha sido la izquierda abertzale sociológica y penetraba también en el resto, ha sido la verdadera conquista de la violencia. De modo que, llegados a este punto, para la izquierda abertzale carece de sentido demoler tan valiosa construcción o siquiera desmontarla parcialmente.
El resto de la sociedad, los demás partidos y las instituciones tienen tres opciones ante la cerrazón ética de la izquierda abertzale. Uno, obviar el abismo moral que separa la justificación retrospectiva de la violencia de los valores democráticos haciendo como si tal problema no existiera. Dos, perseverar pacientemente en la labor misionera de llevar palabras de paz y concordia a sus duros corazones. Tres, visto que cada día resulta más improbable que los restos de ETA vuelvan a las andadas, afianzar el ‘suelo ético’ que se formalizó en el Parlamento vasco antes de que EH Bildu ocupara sus actuales escaños.
La convivencia acabará siendo lo que ya es: imperfecta, cuando menos para las generaciones que hoy habitan Euskadi. Se trata de elegir qué tipo de imperfección queremos para la convivencia de los próximos diez o veinte años. Si la que derivaría de admitir que es un empeño inútil reclamar arrepentimiento a la izquierda abertzale, por lo que mejor pasar página sin insistir más en la ‘crítica a las armas’. La que resultaría del encuentro misional entre las razones de unos y las de otros, como si fueran equiparables. O la que hiciera prevalecer la exigencia ética en la seguridad de que ello no supondría la marginación social o política de nadie que se encuentre desarmado.
El plan de paz y convivencia cuenta también con su propio ‘péndulo’, que aun con los cambios introducidos, presentados ayer, continúa moviéndose entre la primera y la segunda de las opciones apuntadas, situando la tercera fuera de lo razonable cuando es la más razonable. Las noticias de cada día componen una mezcla confusa entre esas tres opciones y su contraste con la izquierda abertzale en el foro público. Lo que también permite pronosticar que saldrá adelante aquel ‘diseño innovador de paz y convivencia’ que se imponga no por persuasión sino por agotamiento.