Juan Carlos Girauta-El Debate
  • Las plataformas están para la gente con estudios y/o sensibilidad; la contaminante televisión, para el vulgo. Allí se puede (y hasta se debe) preguntar por lo más íntimo sin más, al modo de ese zoquete con nombre de bronca que nos legó Pallete

La apuesta del sanchismo por la telebasura es de carácter estratégico. Una de las razones por las que no veo la tele desde hace muchos años (y antes solo las pelis) es porque me molesta la iluminación de los programas, a excepción de algunos informativos. La iluminación decididamente intolerable es la de los programas que antes se llamaban del corazón, luego de la bragueta, y ahora mismo ya no sé. Más que molestarme, su iluminación me ofende, hiere mi sensibilidad, me resulta deprimente, parece ideada para sacar lo peor de cada cual. Creo que esta larga etapa de pornografía estética empezó con un producto procaz con pretensiones médicas, o de salud pública, que presentaba la doctora Ochoa. El tema era el sexo, pero en su versión desagradable, que era el hombre o la mujer de a pie contando a España sus intimidades venéreas, sus disfunciones eréctiles. La cuestión era —como en un Suárez trastornado— elevar a la categoría televisiva de normal lo que era normal en la consulta del urólogo.

Ahí ya se empezó con la iluminación insultante, tan impúdica como la exposición de aquellos avatares genitales que la actual señora Foster encajaba con expresión de «aquí no pasa nada». El disfraz sanitario del programa (digamos ya su nombre: ‘Hablemos de sexo’) quedaba desmentido por la identidad del director, Chicho Ibáñez Serrador, rey del miedo en la España de mi infancia, emperador del espectáculo y de los concursos, y aun antes precoz dramaturgo. Él valía, pero su experimento con Elena Ochoa fue degradándose (aunque entonces pareciera imposible) en la tele que siguió, hasta llegar al programa basura perfecto, que fue ‘Sálvame’. Perfecto en cuanto a infecto y también en cuanto a herramienta política. Sánchez llamaba en directo en los momentos delicados. Ahora se ha comprado los deshilachados muñecos.

En la tele ya todo es explícito, es decir, solo excitante para los chimpancés. Ya no hablan de sexo, están instalados en lo obsceno. Verlos escandaliza, siempre iluminados según su basuriento canon. Las plataformas están para la gente con estudios y/o sensibilidad; la contaminante televisión, para el vulgo. Allí se puede (y hasta se debe) preguntar por lo más íntimo sin más, al modo de ese zoquete con nombre de bronca que nos legó Pallete. (Ay, Pallete, que tomó partido por sus enemigos porque la guerra cultural no importaba).

He dicho «vulgo». Nadie vea clasismo. La renta no importa aquí. Por lo que a esta pieza respecta, siguen existiendo dos clases, pero no son sociales: por un lado, los que han renunciado a la tele, ven las pelis en streaming y leen del diario algo más que los titulares, gentes que usan su voto para premiar y castigar, o para regenerar las cosas; por otro lado está el público que busca, encuentra y mima el sanchismo, personas que no se avergüenzan de ser el público objetivo de la horterada máxima, el desfile de anteayer (que pagué yo), ni tampoco de votar a la PSOE haga lo que haga.