ABC-JON JUARISTI

Como en el cantar machadiano, bajo el teatro del incendio yacen ascuas verdaderas

EL santuario dedicado a Artemisa o Diana en Éfeso, una de las siete maravillas del mundo antiguo, fue incendiado en 356 a.C. por Eróstrato, un pirómano imbécil que deseaba (y consiguió) pasar a la Historia por sólo esa hazaña. La misma noche en que ardió el templo nació Alejandro Magno, iniciador de la reconstrucción que no concluiría hasta después de su muerte, acaecida treinta y tres años después, a la edad de Cristo. La culminó el macedonio Dinócrates, planificador de la Alejandría egipcia. De Alejandro dicen las tradiciones judía e islámica que se convirtió al monoteísmo tras visitar el Templo de Jerusalén, que su general Antíoco Epifanes había petado de imágenes de dioses olímpicos. A Alejandro lo llama el Corán Dulcarnain, o sea, el Bicorne, y lo sitúa entre los cuatro profetas protoislámicos, con Salomón, al-Jrid (Glaucos, el compañero de Alejandro) y Jesús, hijo de Marién.

Es difícil imaginar lo que sintieron los efesios ante el incendio del templo e imágenes multimamarias de la diosa, la Gran Madre Virgen, nutricia de los pobres y protectora de las parturientas, pero su aflicción debió de ser tan grande como la de los católicos franceses, por lo menos. En Hechos, 2340, se narra el motín de los efesios contra Pablo y sus compañeros, instigado por un platero de nombre Demetrio, fabricante de modelos en serie del antiguo santuario, merchandising helenística que se vendía a los turistas, como quien dice, por cuatro dracmas. Demetrio acusa a Pablo de hundir en el descrédito «este ramo de la industria» y minar «la autoridad de aquella a quien Asia y el mundo entero venera». Los efesios la montan parda al grito de «¡Grande es la Diana de los Efesios!», sin que Pablo pueda hacer nada por calmarlos con sus prédicas. Al final, él y sus compañeros salvan la vida gracias a un magistrado socialdemócrata, pero se irán de la ciudad tan escaldados, que la expresión

ad efesios se convertirá para los cristianos en sinónimo de disparate y, más tarde, de fealdad cursi, o sea, adefesio, como el templo de Dinócrates, que los godos arrasarían el año 262 de nuestra era común.

Según la tradición católica, la Virgen María vivió sus últimos años en el alfoz de Éfeso, donde se descubrió su casa en 1891, siguiendo las descripciones que de ella había dado el siglo anterior la visionaria alemana Ana Catalina Eymerich. Ya para entonces se hallaba muy avanzada la transferencia de sacralidad de los cultos religiosos al de la nación. Nadie la expresó mejor, en clave de culto cívico sin esperanza de resurrección, que Lord Macaulay en sus Lais de la Roma Antigua (1842): «A todo hombre sobre la tierra/ le llega tarde o temprano la muerte,/ y ¿cómo podría morir mejor/ que afrontando terribles adversidades/ por las cenizas de sus padres/ y por los templos de sus dioses?».

Ni Macron parece haber sido consciente de la profanación que ha supuesto su promesa de reconstruir Notre Dame en cinco años respecto a

Juan, 2, 18-21. Macron habla en la lengua del cálculo racional y secularizado: «En cuarenta y seis años se ha edificado este santuario, y tú, ¿en tres días lo levantarás?»(v. 20). No es, desde luego, la lengua de los jóvenes (y ancianos) que en la noche del pasado lunes rezaban le chapelet, el rosario cantado, por los alrededores de la catedral en llamas. No dudo de que entre ellos había de todo, hasta identitarios que no creen ni han creído en otra cosa que en su derecho patrimonial y de pernada sobre Francia y sus antaño sacrosantas tradiciones. Son los Demetrios de la política. Pero en general se palpaba una congoja irremediable, la de los huérfanos y exilados hijos de Eva (linaje al que todos pertenecemos, dicho sea de paso).