Alejo Vidal-Quadras-Vozpópuli

  • No se trata de buscar consuelos fáciles, sino de atacar con suficiente vigor un fenómeno que nos desprestigia como nación

Tras el alud de escándalos que ha deteriorado profundamente en los últimos tiempos la imagen y la reputación del PSOE con efectos electorales que, aunque no abrumadores, son ya perceptibles en las encuestas, se han producido dos acontecimientos que han afectado al Partido Popular. Tanto el procesamiento de Cristóbal Montoro como la forzada dimisión de Noelia Núñez, el primero por presunto tráfico de influencias y la segunda por falsear su currículo, han revitalizado la general creencia de que padecemos una clase política que no está a la altura del país que deberíamos ser y ha dado a Pedro Sánchez y sus corifeos la oportunidad de enmascarar sus tremendos abusos bajo los sobados lemas  “y tú más” y “todos son iguales”.

Si bien la magnitud de los desmanes socialistas ocurridos recientemente supera de largo en cantidad y gravedad a los dos incidentes que han manchado la que hasta ahora era una página inmaculada desde que Alberto Núñez Feijóo llegó a la presidencia de la principal fuerza de la derecha, es inevitable a la luz de sacudidas tan frecuentes al concepto que los españoles tenemos de nuestros representantes y gobernantes plantearse algunos interrogantes al respecto. Cabe, en este decepcionante contexto, preguntarse si las personas a las que elegimos para que gestionen la res publica son de calidad moral e intelectual inferior a las de otras naciones occidentales o si nos situamos en un nivel similar. También es interesante intentar comprender el origen de la lacra de la corrupción en España y reflexionar sobre si sus causas son de carácter institucional, es decir, defectos intrínsecos de nuestro sistema constitucional y político, o derivan de la naturaleza de nuestra sociedad y se limitan, por tanto, a reflejar en los votados la falta de exigencia ética y la escasa capacidad de discernimiento de los votantes, el manido tópico de que los pueblos tienen los dirigentes que merecen.

Cotas de integridad

Es obvio que al lado de cleptocracias rampantes y criminales como la Venezuela de Maduro, la Rusia de Putin, la Cuba castrista o la teocracia terrorista de los ayatolás iraníes, nuestros ministros, diputados, senadores, alcaldes y concejales son un modelo de honradez acrisolada, pero no se trata de buscar consuelos fáciles, sino de atacar con suficiente vigor un fenómeno que nos desprestigia como nación y provoca la desafección creciente de la ciudadanía hacia sus servidores públicos. Conviene asimismo destacar que en las últimas calificaciones sobre calidad institucional y democrática España ha bajado puestos y que organizaciones como el semanario The Economist, Freedom House o el Banco Mundial nos colocan dependiendo de la fuente en una posición entre la veinte y la veinticuatro en el plano global. No es cuestión de compararnos con sistemas totalitarios y saqueadores, sino de mirar con envidia y deseos de emulación a las cotas de integridad ofrecidas por Noruega, Nueva Zelanda, Islandia, Suecia o Finlandia, donde la corrupción es un problema prácticamente ausente.

El espectáculo del presidente del Gobierno decidiendo impúdicamente quién ha de ejercer la presidencia de las Cortes resulta bochornoso, además de aberrante. Estas taras del sistema explican en buena medida el proceso de evidente declive

En cuanto al diseño de nuestra arquitectura institucional, tal como emana de la Constitución de 1978 y legislación posterior de desarrollo de asuntos tan sensibles, es obvio que nuestro procedimiento electoral debilita alarmantemente la conexión entre representantes  y representados, convierte a las cámaras legislativas en asambleas de empleados del jefe de partido y facilita el secuestro del Gobierno por minorías radicales y disolventes. Otro aspecto muy peligroso es la acumulación desorbitada de poder en el ejecutivo en detrimento de los otros dos pilares de la democracia liberal, el legislativo y el judicial, cuya independencia se ve seriamente amenazada si el presidente del Gobierno manifiesta tendencias autocráticas y no digamos, como es el caso del actual, si es un émulo de Calígula. El espectáculo del presidente del Gobierno decidiendo impúdicamente quién ha de ejercer la presidencia de las Cortes resulta bochornoso, además de aberrante. Estas taras del sistema explican en buena medida el proceso de evidente declive de la categoría académica, intelectual y moral de nuestros políticos desde las figuras sobresalientes que pilotaron la Transición a las cuadrillas que hoy pueblan La Moncloa, el Congreso, el Senado, los parlamentos autonómicos y los consistorios de las capitales de provincia y grandes ciudades, en cuyas filas, junto a nombres de indudable prestigio, estricta conciencia ética y probados conocimientos, pululan demasiados indocumentados, vivales, demagogos, torturadores de la sintaxis y truhanes de la peor especie. En este punto no es consuelo la presencia de individualidades brillantes y solventes en paralelo a tantos  desgarramantas impresentables, ladronzuelos impenitentes, zafios regurgitadores de injurias y analfabetos funcionales. El parámetro significativo no es el máximo, es la media.

La izquierda siempre procura destruir la educación para disponer de rebaños obedientes e ignorantes, generar dependencia del Estado en detrimento de la iniciativa y el emprendimiento privados, dificultar o ahogar la creatividad espontánea individual

A la hora de atribuir culpas, no sería justo responsabilizar a la sociedad de las insatisfactorias formación, competencia y moralidad de los políticos que seleccionan en las urnas. En contra de la idea de que los que mandan son un espejo de los mandados, la realidad es más bien la contraria. Los de abajo se miran en los de arriba y si las elites degeneran debido a los mecanismos de promoción inversa que fijan para autoreproducirse, la gente de a pie se va rebajando en consonancia. Así, la izquierda siempre procura destruir la educación para disponer de rebaños obedientes e ignorantes, generar dependencia del Estado en detrimento de la iniciativa y el emprendimiento privados, dificultar o ahogar la creatividad espontánea individual para imponer esquemas colectivistas esterilizadores y disculpar las trapacerías propias magnificando las del adversario.

Una de las tareas de largo alcance de la nueva mayoría de un color distinto a la que ahora soportamos que se articulará previsiblemente en los próximos comicios generales será revertir esta senda perversa e implantar las reformas estructurales necesarias para que la sana competencia en un sistema electoral que favorezca la emergencia de los mejores y el libre juego de los contrapoderes garanticen comportamientos inteligentes, patrióticos y limpios en los gestores del patrimonio común supeditando permanentemente sus apetencias y ambiciones particulares al auténtico interés del conjunto.