EL MUNDO 19(10/14
PEDRO J. RAMÍREZ
Aunque el acto de la Fundación Napoleón estuvo cargado de buenas vibraciones y ya me tiemblan las piernas ante lo que significará hacer una presentación nada menos que en Les Invalides el 12 de noviembre, el mejor golpe de la fortuna con motivo del lanzamiento de Le Coup d’État en Francia fue el que me llevó el pasado lunes al Kiosque Citoyen de Rennes, permitiéndome rendir homenaje en su ciudad natal a uno de los principales héroes de mi libro, el diputado Jean-Denis Lanjuinais.
Los lectores españoles de esa obra sobre la Revolución –La Esfera acaba de lanzar una sexta edición en tapa blanda con el título original de El Primer Naufragio– recordarán sin duda a Lanjuinais, tal y como lo representa un cuadro de la época, aferrado al atril de la tribuna de la Convención, tratando de conservar el uso de la palabra, mientras su colega el carnicero Legendre le pone una pistola contra el pecho. «¡Baja o te liquido!», masculló el jacobino. «Haz decretar que soy un buey y podrás liquidarme», replicó el respetable diputado bretón.
En medio de los rugidos de los extremistas que acaparaban la galería pública –«¡Católico, católico!», le gritaban como insulto– Lanjuinais apeló a la razón suprema de todo representante popular: los ciudadanos de Rennes, o sea sus representados, reunidos en asambleas, acababan de declararle «digno de la patria». Así lo subrayó el órgano más próximo a los mal llamados girondinos, no por casualidad bautizado Le Patriote Français. Para esos diputados moderados, amalgamados como «traidores al pueblo» por sus enemigos, se planteaba el dilema de la guillotina o la huida. Pero esta segunda opción entrañaba una renuncia insoportable: «¿Si huyera, acaso me llevaría mi patria bajo la suela de mis zapatos?», alegó el gran orador Vergniaud.
Definido por Michelet como «el hombre al que no le asustaba nada», Lanjuinais sobrevivió al Terror, escondido en su propia casa de Rennes mientras su esposa pedía el divorcio diciendo ignorar su paradero. Esa estratagema le permitió continuar una larga carrera política e intelectual y publicar entre otras obras su interesante opúsculo de 1821 Vuespolitiquessurlachangemensa faire a la Constitution d’Espagne, que sirve de eslabón a mi razonamiento de hoy.
Si ya en la Encyclopedie se reprochaba al «lexicógrafo vulgar» que convirtiera en patria «el simple lugar de nacimiento», advirtiendo que «no hay patria bajo el yugo del despotismo», es, como acaba de verse, en la Francia revolucionaria, donde el concepto queda soldado a la legalidad constitucional. «Españoles: ya tenéis patria», proclama Argüelles al presentar la Constitución de Cádiz. Al dictamen clásico «ubi bene, ibi patria», «la patria está donde se está bien», se añade un requisito sustancial –la libertad política– que implica que sólo se puede estar bien si se es libre. Por eso la monografía 25 Españoles para la Libertad que publicará en breve La Aventura de la Historia para contribuir a celebrar el 25 aniversario de este periódico comienza con Jovellanos, constituyente in articulo mortis, y concluye con el Adolfo Suárez que le dijo a Aznar en mi casa en 2002 que si el soberanismo extravagante de Maragall prendía en Cataluña, volvería a la política para defender el consenso del 78.
Es cierto que el concepto de «patria» ha sido bastardeado desde por los carlistas, que lo emparedaban entre sus dos divinidades, hasta por el FRAP, que integraba lo «patriótico» en su cuarta sigla como descargo de conciencia de los asesinatos que impulsaba con las tres primeras. Pero ni siquiera su propia fagocitación por todos los totalitarismos del siglo pasado, incluido por supuesto el franquista, ha desmoralizado nunca lo suficiente a los demócratas como para entregar este estandarte.
Basta repasar el legado de nuestros mejores escritores, pensadores y políticos liberales, republicanos o socialistas, tanto cuando encontraban acomodo en su país como cuando encarnaban la «España peregrina», para comprobar cómo una y otra vez la nación ha sido ensalzada frente al nacionalismo y la patria frente al patrioterismo, según la ecuación de Juan Francisco Fuentes «a más democracia, más nación». Por algo le escribe Calatrava a un amigo en una de sus pocas expansiones íntimas que han llegado a la posteridad: «¡Viva la Constitución, Juan mío, y viva siempre la patria que ha triunfado de sus opresores…». Por algo dice Clarín que Alcalá Galiano «creía encarnada en la causa de la libertad, la idea de la patria». Por algo acuña Ortega el concepto de «patriotismo crítico».
Enterradas las décadas atroces de las camisas pardas, negras y azules, las banderas rojas, los puños cerrados y los brazos en alto fue Habermas, al reivindicar el «patriotismo constitucional» coincidiendo con el apogeo de nuestra transición democrática, quien en cierto modo certificó, en feliz expresión de Ismael Saz, que «el patriotismo volvía a cambiar de bando».
¿Pero seguimos ganando esta batalla aquí y ahora? Algo querrá decir, y no es desde luego un buen síntoma, que los dos redactores de la ponencia bautizada precisamente Patriotismo constitucional en el congreso del PP de 2002, en pleno auge del «España va bien», dejaran la política –decepcionado el catalán Piqué, asqueada la vasca San Gil– ante la incapacidad de sus dirigentes de dotar de contenido inteligente y eficaz su «nosotros no somos nacionalistas». Tampoco ha sido distinta la experiencia de Bono o Paco Vázquez en un PSOE tan dedicado como el PP al cultivo intensivo de las subvenciones fraudulentas y las tarjetas black bajo el huerto climatizado de las taifas autonómicas.
En vísperas de este nuevo invierno de nuestro descontento –y van…– parece imposible sustraerse al pesimismo congénito que tantas veces ha helado en España el corazón de los patriotas antipatrioteros. Y me refiero a esos que echaríamos de casa a un hijo –o al menos le pondríamos muy mala cara– si viniera de marcar el paso formando parte de un dibujo geométrico simulando una bandera. ¿Qué hacer, querida Carmen Iglesias, cuando casi siempre o, seamos precisos, cuando tantas veces, cuando con tan insoportable frecuencia, resulta que lo peor –lo que no podíamos imaginar ni de este, ni de aquel, ni del otro, ni mucho menos del de más allá que creíamos tan íntegro– es lacerantemente cierto?
Anticipándose una generación a la literatura del Desastre, Santiago Ezquerra midió en 1869 los niveles de atraso, ignorancia, pobreza e indignidad nacional de la España que había derrocado a Isabel II sin saber qué hacer con el Estado. Su conclusión, más ingenua que apocalíptica, era la del pordiosero que ha perdido los harapos: «Forzoso es exclamar con el corazón contristado, con el llanto en los ojos, con el rubor en las mejillas, ¡los españoles no tenemos patria!».
Hoy no partimos de tan atrás pero sí podemos plantear el mismo test.
¿Tenemos patria los españoles cuando asistimos impotentes a la multiplicación de las modalidades de saqueo en la cima –estas tarjetas opacas no son sino una variante de los sobresueldos de Génova, las prejubilaciones mentirosas, los regalos de la Gürtel o tantos otros convolutos–, mientras abajo apenas se reduce el paro, siguen cayendo los sueldos y nos crujen bajo la mayor presión fiscal de la historia?
¿Tenemos patria los españoles cuando vemos consternados cómo la falta de rigor político, la frivolidad y la incompetencia en la gestión nos han colocado al borde de una catástrofe sanitaria sin precedentes y la ministra que nunca vio que había un Jaguar en su nevera o que los viajes, coches y hoteles le salían milagrosamente gratis, sigue en su puesto a modo de pulso que el presidente echa a la sociedad no vaya a ser que cunda la moda de depurar responsabilidades políticas?
¿Tenemos patria los españoles cuando contemplamos atónitos cómo los peores asesinos que durante décadas levantaron la tapa de los sesos, evisceraron y mutilaron a hombres, mujeres y niños como forma de chantaje colectivo, campan hoy a sus anchas, afrentando a las víctimas y humillando a los vivos, sin que el Gobierno haya hecho nada por evitar su excarcelación ni tenga el propósito de hacer nada por revertir el escarnio?
¿Tenemos patria los españoles cuando observamos alarmados cómo el presidente de la Generalitat se declara «adversario» del Estado al que representa en Cataluña, anunciando que se burlará del Tribunal Constitucional con un remedo de consulta a base de las mismas preguntas del referéndum suspendido, y el Gobierno cantinflea con la sutileza legalista de que las urnas no podrán estar en la calle, en lugar de responder al desafío político con el requerimiento político previsto en el artículo 155 de la Constitución como primera medida antes de pasar a mayores?
¿Tenemos patria los españoles cuando escuchamos estupefactos cómo ese portavoz de las CUP al que siempre percibimos ya zapato en ristre se jacta de lo sucedido en Arenys de Munt como antecedente del 9-N: «El fiscal también recurrió, la consulta también se prohibió, desobedecimos, la consulta se celebró y no pasó nada»?
¿Tenemos patria los españoles cuando despertamos sobresaltados un domingo y descubrimos que el mismísimo presidente del Gobierno se presta a colaborar en el último proyecto oportunista de los que tanto han hecho por destruir la nación en la que creen sus votantes, escribiendo un artículo en una lengua distinta a la común de todos los ciudadanos el único de los 365 días del año –y no digamos en las actuales circunstancias– en el que la sana normalidad adquiere una intencionalidad rayana en la ignominia?
Sí, los españoles seguimos teniendo patria pues como le contesta el Pelayo de Quintana al entreguista Veremundo, «la lleva todo buen español dentro en su pecho». Sí, los españoles seguimos teniendo patria pues sólo el «hombre mudo, sin lengua y sin recuerdos» deja, según Unamuno, de tenerla. Sí, los españoles seguiremos teniendo patria mientras formemos parte de ese «ser moral vivo» que, al decir de Azaña, «se llama España».
Pero los españoles dejaremos de tener patria si permitimos que prosiga su público descuartizamiento por los cuatro caballos excéntricos sobre los que cabalgan los separatistas, los nihilistas de la casta depredadora, los emolientes tecnócratas acobardados y los profetas de las ideas falsas. Es tiempo de aferrarse pues, como el digno Lanjuinais, al atril de los valores constitucionales precisamente para proponer, como él mismo nos aconsejó, una enérgica reforma que consolide la democracia fortaleciendo a la ciudadanía. Es tiempo de advertir desde la calle a la política: si queréis «liquidarnos» como titulares de derechos, si queréis despojarnos de lo que nos pertenece, primero tendréis que «decretar» que somos «bueyes». O gallinas cluecas. O pollinos. Y a partir de ahí, a ver qué pasa.