- Internet es ahora una inmensa llanura de datos donde verdad y conocimientos aparecen al mismo nivel que la superchería y la propaganda
Tenemos un serio problema con la verdad, porque ha sido secuestrada y desaparecida del mapa. No una verdad en particular, esta o aquella, sino la verdad como concepto. El avance de la mentira sistémica inunda la política, economía, periodismo, cultura e ideologías, e incluso afecta a la ciencia y la filosofía, reprimidas por la cultura de la cancelación que prohíbe preguntas incómodas. Es una consecuencia del eclipse del concepto mismo de verdad, suplantada no solo por simples engaños, sino por monstruosas fabulaciones interesadas. Ciertamente, no todas las sociedades toleran el mismo grado de mentira: la nuestra tiene inmensas tragaderas, como testimonia el caso Pedro Sánchez, mientras que Boris Johnson puede ser expulsado del Parlamento por una mentirijilla sobre divertirse en fiestas prohibidas.
El problema es que la desaparición del concepto de verdad puede matar la democracia liberal. Es capaz de sobrevivir a la depresión económica con empobrecimiento masivo (la de 1929 fue consecuencia, por cierto, de masivas mentiras financieras), a guerras y catástrofes, pero es muy vulnerable a la cancelación permanente de la verdad como saber opuesto a la mentira. La razón es que necesitamos saber si algo es cierto o falso para actuar y elegir la mejor opción. Y cuando la diferencia desaparece, es imposible elegir bien y muere la libertad, que no es otra cosa que capacidad de elegir sabiendo. Por eso los gobiernos mentirosos por sistema representan la peor amenaza para cualquier institución y sociedad.
La responsabilidad de los intelectuales
Si nada es verdad, mentir, engañar y estafar a diario a todos y en todo pasa a ser lo normal, pues todo se ha convertido en cuestión de opiniones y cada cual tiene la suya (como el culo, según sentenciara un personaje de Clint Eastwood).
Veamos un caso famoso: cuando Hannah Arendt volvió a su Alemania natal en 1949, descubrió con asombro que muchos alemanes cultos rechazaban la verdad histórica del nazismo y el holocausto; según ellos, era una opinión más entre otras iguales, ¿y acaso los judíos no exageraban siempre sus desgracias? Si se presionaba a Martin Heidegger para que cantara la palinodia por su vergonzosa militancia nazi, el filósofo más admirado del siglo XX se escabullía arguyendo que también los soviéticos hacían cosas horribles en la Alemania ocupada y nadie protestaba. Es el sesgo que ahora llamamos negacionismo y relativismo: no consiste sólo en negar una verdad, sino en disolver cualquier verdad en una sopa de opiniones iguales, privadas y oportunistas.
Intelectuales, periodistas y profesores tenemos, como es obvio, una responsabilidad mayor que el resto en el combate de esta amenaza. En efecto, el negacionismo y relativismo intelectual de los alemanes de posguerra -y de muchos otros países- que alarmó a Arendt y Orwell era el efecto de la previa demolición de la verdad racional que abrió camino a los totalitarismos. El fenómeno también cegó a los intelectuales invitados a la URSS que, con escasas excepciones –André Gide, Bertrand Russell, Fernando de los Ríos-, volvían convencidos de haber visitado un régimen justo y progresista. La aniquilación sangrienta de todo disidente y chivo expiatorio, la sustitución de la ciencia y el saber por la ideología totalitaria, dejó de ser un hecho verdadero para convertirse en “opinión” anecdótica. En fin, no es difícil reconocer en ese clima de asfixia de la verdad bajo un tsunami de mentiras anticipaciones del momento presente.
Nunca antes la frágil verdad había estado tan revuelta con montañas tóxicas de desinformación, bulos y mentiras descaradas
En 1988 Jean-François Revel publicó un memorable ensayo titulado El conocimiento inútil, donde este intelectual y periodista liberal francés planteaba el problema de la estrecha dependencia de la democracia de la información verdadera y libre, y de la desalentadora facilidad con que triunfan la mentira, la manipulación y el negacionismo. Revel señalaba la paradoja de que esto ocurría -contradiciendo el optimismo ilustrado de Kant y su “¡atrévete a saber!”- justo cuando la sociedad estaba más educada y tenía más acceso a información libre y de calidad que nunca antes. Pero todavía no había irrumpido internet, cambiando definitivamente las reglas del juego de conocer e informar y generando nuevos monstruos como la cultura de la cancelación, impuesta por grupúsculos fanáticos bien instalados en el poder.
Internet proporciona acceso directo y fácil a inmensas masas de información. Pero los efectos son todavía más extremos y contradictorios que en vida de Revel. La razón es que tampoco nunca antes la frágil verdad había estado tan revuelta con montañas tóxicas de desinformación, bulos y mentiras descaradas. Por eso emplear bien las inmensas posibilidades del universo digital exige más formación crítica que en el pasado, donde el propio sistema educativo o la organización de una biblioteca separaba la calidad y fiabilidad de la información, distinguiendo hechos de creencias y teorías de disparates. Sin embargo, esa indispensable jerarquía está desapareciendo del sistema educativo, en buena parte por culpa de gurús y chamarileros que nos invitan, al estilo Manuel Castells, a vaciar el cerebro de criterios y juicio para conectarnos al algoritmo, que decidirá por nosotros a partir de la confusión estadística de hechos con opiniones.
Lunáticos, dictaduras, oligopolios y lobbies iliberales lo han colonizado para extender la desinformación, la manipulación y la intoxicación masiva
En efecto, el algoritmo del buscador clasifica y jerarquiza la calidad de la información por el principio del clickbait, el número de visitas que tiene. Por ejemplo, cualquier buen análisis de la guerra de Ucrania quedará muy por debajo de los disparates del excoronel Pedro Baños, generosamente divulgados por La nave del misterio de Iker Jiménez, donde la oscuridad, necedad e ignorancia son las marcas del genio perseguido.
Internet es ahora una inmensa llanura de datos donde verdad y conocimientos aparecen al mismo nivel que la superchería y la propaganda. Lunáticos, dictaduras, oligopolios y lobbies iliberales lo han colonizado para extender la desinformación, la manipulación y la intoxicación masiva. Las universidades occidentales se han pasado al clickbait populista y enseñan que las diferencias entre las aberraciones queer o animalistas y la biología o la ética son meras opiniones: de ahí salen las demenciales leyes sexuales de Sánchez y su banda.
En fin, el problema no es que ahora soportemos gobiernos y poderosos que mienten: eso ha sucedido siempre. Es más, la democracia se concibió confiando en que es más probable que muchos descubran deliberando qué es lo verdadero y mejor para todos en lugar de que decidan sólo unos pocos y según sus intereses particulares. Pero los conceptos mismos de verdad y mentira han sido marginados de la educación, la comunicación y la conversación social, convirtiendo la democracia en dictadura de la opinión más popular. El gran desafío es volver a recuperarlos para restaurar los principios de la libertad.