Mikel Escudero-Crónica Global
La Declaración Universal de los Derechos Humanos era y sigue siendo un ideal común a todos los miembros de la familia humana, no tiene fecha de caducidad. Su vigencia es imperecedera y su contenido no admite rebajas. Más que dirimir si ha arraigado, lo que importa es su continuo cumplimiento. Es un compromiso por la dignidad y el valor de cada persona, por la igualdad de derechos de hombres y mujeres.
Se presentó en la Asamblea General de las Naciones Unidas, reunida en París, a los tres años de acabar la Segunda Guerra Mundial. Parece que el jurista René Cassin fue su redactor principal, y en 1968 se le concedió el Premio Nobel de la Paz, por toda su trayectoria.
Emparentada con René, Barbara Cassin es miembro de la Academia Francesa y durante varios años dirigió el CNRS (Centre National de la Recherche Scientifique), es doctora en Filosofía y en Filología. En su ensayo La nostalgie. Quand donc est-on chez soi? (en su versión española, el título ha quedado sólo como La nostalgia) afirma no tener raíces, que le gusta estar desarraigada y que espera seguir así. ¿Es posible decir esto de veras? ¿No es básico estar arraigado?
No para Barbara Cassin. Alega que su madre era de origen judío húngaro recalada en Trieste y en la Italia irredenta y que la familia de su padre procede de piratas berberiscos que acabaron siendo banqueros del Papa en el Condado Venesino y que se sienten en Córcega como en su casa. Agrega que, cuando no está en casa, ella tiene la sensación de estar “en algún lugar que es como mi casa”.
Yo creo que este puede ser el ideal más razonable que merezca desear cualquier ser humano: estar en casa en todas partes y en ninguna. Es decir, sentirse libre y a gusto en cualquier lugar, y que ni te hagan sentir extranjero ni lo quieras ser. Tampoco que te sientas obligado a hacer el paripé de apoyar a la casta de los amos del lugar; menos aún que busques imponer una supremacía.
Por nacimiento, todos pertenecemos a algún grupo: a una familia y a un país, se nos adhiere a una clase social, acaso a un club, a una ideología o a una religión. ¿Debe hacerse perdonar no pertenecer a los de arriba, o estar adscrito a ellos? ¿Se debe implorar tolerancia, avergonzarse, someterse? ¿Es aceptable asumir un sistema de castas que implique pérdida de dignidad en un determinado número de seres humanos? El futuro se ilumina con un flujo continuo de ideas y colores, diversos y mezclados, siempre que todos estemos unidos bajo la común condición personal.
Hay quien se va de casa y no quiere regresar, pues prefiere el nuevo lugar donde ha establecido su hogar. Puede, ciertamente, adaptarse al nuevo entorno sin renunciar a sus orígenes, e incorporarse a él sin imposturas grotescas, ni alteraciones radicales de su pasado.
El ensayo y desarrollo de nuevos modos de ser y de estar es el destino concreto de cada ser humano. Nuevos hogares, identidades solapadas y enriquecidas, identidades personales (por elección) por encima de las colectivas (por tradición e imposición).
Escribió Hanna Arendt que la lengua materna es lo único que nos podemos llevar de la vieja patria y que se había “esforzado por conservar intacta y viva esta cosa insustituible”. Pero esto es perfectamente compatible con la asimilación de nuevas perspectivas, de nuevos idiomas y acentos.
La pensadora alemana también afirmó que nunca se había sentido alemana, en cuanto a la pertenencia de un pueblo; ni ser propiedad de Alemania, ni tenerla en propiedad (como es el caso de los nacionalistas). Otra cosa era que ella se supiera ciudadana alemana. Insistía en que nunca había amado a ningún pueblo, tampoco a la clase obrera, pues sólo podía amar a sus amigos, en cuanto personas que eran. Otros, en cambio, mantienen a Ítaca en su corazón, con la idea de volver en cuanto puedan. En la Odisea, cuando Ulises vuelve a casa no reconoce su isla, siente una inquietante extrañeza ante los cambios producidos que ve a su alrededor. Lo mismo sucede tras el retorno de un largo exilio o destierro.
El hombre puede echar raíces en un lugar, pero no estar atado ni obligado por ellas. En los Diálogos para fugitivos, de Bertolt Brecht, entre el científico Ziffel y el obrero Kalle, se puede leer: “Estoy convencido de que los únicos seres que tienen raíces, los árboles, preferirían no tenerlas. Así, ellos también podrían viajar en avión”. En lugar de raíces, cabe cultivar un horizonte ennoblecedor, un más lejos, en un mundo siempre abierto.
Podríamos preguntarnos si es posible sentirse plenamente en casa o, incluso, si es posible llegar alguna vez a casa.
¿Cuándo se está como en casa? Cuando se nos acoge tal como somos, en la confianza de que somos útiles y recibimos respeto, si no es cariño. Lo demás son tortas y pan pintado.