EL PAÍS 25/11/16
EDITORIAL
· Europa no debe llevar las relaciones con Ankara a una ruptura irreversible
Desde el fallido golpe de Estado del pasado mes de julio, el Gobierno de Erdogan, aprovechando la proclamación del estado de emergencia, se ha embarcado en una ola de represión cuyas proporciones han generado una enorme preocupación. En concreto, además de las 40.000 personas que han sido detenidas, 31.000 de las cuales siguen encarceladas, se ha suspendido de sus funciones o despedido a 129.000 empleados públicos, incluyendo a 2.386 jueces y fiscales.
Es obvio que dichas medidas represivas no se dirigen solo contra aquellos directamente involucrados en el golpe, sino contra numerosos colectivos, periodistas entre ellos, pero también diputados de la oposición, por completo ajenos a la fallida asonada y cuyo único delito es querer ejercer el papel de oposición democrática a un presidente en evidente deriva autoritaria.
Hace por tanto bien el Parlamento Europeo en pronunciarse con toda firmeza contra estas prácticas represivas, que sin duda representan una clara violación no solo de los derechos y libertades establecidos en la propia Constitución turca sino de los convenios europeos sobre derechos humanos de los que Turquía es parte, así como de los tratados firmados entre ella y la Unión Europea.
Pero tan evidente como que la Turquía de Erdogan en modo alguno cumple los criterios para ser miembro de la UE (de ahí que la suspensión de las negociaciones de adhesión con la UE sea solo simbólica) es el hecho de que los Gobiernos europeos necesitan mantener abierta y en pleno funcionamiento una vía de diálogo con Ankara en dos aspectos esenciales: la cooperación policial y judicial contra el terrorismo yihadista y la colaboración en la gestión de los flujos de inmigración, refugio y asilo; en los dos asuntos Turquía es un país de tránsito, y por tanto clave. Europa hace bien en mostrar firmeza, pero no debe llevar las relaciones con Turquía a un punto de ruptura irreversible.