José A. de Santiago-Juárez-El País
La Constitución de 1978 es la historia de un éxito que ha contribuido a la modernización de España. Su actualización no debe caer en la recentralización ni otorgar privilegios a las comunidades denominadas “históricas”
Todo indica que en un futuro cercano iniciaremos un proceso para la reforma de la Constitución, reto difícil, viendo el panorama parlamentario, pero absolutamente necesario. Pensemos que ningún español menor de 55 años ha podido votarla, lo que dificulta que pase la ITV de las generaciones más jóvenes. Tiene que ser una reforma en profundidad, valiente e imaginativa, especialmente en lo relativo al modelo territorial, pero no puede significar caer en el estilo de los modernos izquierdo-populistas, tan sobrados de narcisismo juvenil como de hemiplejia ideológica, y tan poco respetuosos con las instituciones democráticas que podrían pretender una reforma a base de tuits encadenados, exigiendo que cada artículo no tuviese más de 140 caracteres y confundiendo las redes sociales con la realidad social.
Tiene que ser una reforma seria en la que incorporemos nuevos derechos civiles, la igualdad femenina en la sucesión de la Corona, la sociedad digital, nuevas formas que mejoren la participación, medidas de regeneración democrática y calidad de la política y algunas reivindicaciones del movimiento 15-M. Pero tiene que centrarse, desde luego, en el modelo territorial.
Ante este reto, pueden renacer viejos deseos reprimidos y surgir otros nuevos, alimentados en los últimos años, que emerjan como tentaciones al abordar la reforma.
La primera tentación que deberíamos superar es el “síndrome de la papelera de reciclaje”. Una vieja tradición del constitucionalismo español consiste en sustituir cada Constitución por otra nueva. Hemos sido incapaces, a lo largo de la historia, de reformar nuestras Constituciones; siempre hemos sustituido un texto por otro, escenificando así “la muerte del padre”, según la figura metafórica freudiana. Hay que abordar los cambios sin miedo, con sentido común y junto a las comunidades
La segunda, o “síndrome del salto al vacío”, sería cambiar el modelo de Estado, pasando de una monarquía parlamentaria a un Estado republicano, intentando satisfacer a ciertos nacionalismos, a los nuevos partidos de izquierdas y a algunos sectores de la izquierda tradicional. Además, sería una buena excusa para fortalecer esta tentación incluir la idea obsesiva de la autodeterminación de una parte del territorio, cuestión esta que es difícil encontrar en alguna Constitución escrita.
La tercera tentación, o “síndrome de la vuelta al pasado”, podría consistir en dar un giro al modelo territorial y apostar decididamente por una recentralización. Las principales competencias volverían a ser gestionadas por el Gobierno de la nación, vaciando así de contenido competencial a las comunidades autónomas, que han sido demonizadas desde hace tiempo, especialmente desde el inicio de la crisis económica, culpándolas de todos los males: incremento del déficit y de la deuda, despilfarro en obras y proyectos innecesarios, duplicidades casi obscenas, recortes en los servicios públicos esenciales, etcétera. Si a esto añadimos los casos de corrupción y la crisis catalana, encontramos el chivo expiatorio perfecto (la mejor forma de proyectar la culpa y librarse de responsabilidades) y la combinación adecuada para dar un giro recentralizador, situándose en el extremo más radical la eliminación de las comunidades autónomas. Esto sería para algunos un retorno de deseos reprimidos en el inconsciente.
La cuarta tentación, o “síndrome del hijo pródigo”, podría consistir en ampliar privilegios a algunas comunidades, especialmente a las denominadas “históricas”, con la falaz idea de avanzar hacia un modelo de federalismo asimétrico o un modelo confederal, que lo único que nos traería serían desigualdades y desequilibrios entre territorios y una pseudosatisfacción temporal de los nacionalismos. Tampoco el mal denominado Estado plurinacional solucionaría las cosas. Un Estado democrático es un Estado de ciudadanos libres e iguales en derechos y obligaciones, y no de naciones. Es evidente que un principio básico del federalismo es la igualdad de todos los entes que lo componen.
La quinta tentación, o “síndrome de la resistencia al cambio”, consistiría en tratar de minimizar la reforma territorial tras haber descubierto el artículo 155, convirtiendo una medida de protección del modelo territorial y de la democracia, una especie de airbag de seguridad máxima, en una amenaza (“el aviso a navegantes”). Se trataría de convertir la culpa del otro en beneficio del inmovilismo y dejarlo todo como está. Otra excusa para el inmovilismo podría ser la búsqueda de un respaldo como en 1978, asunto que en la actualidad no nos debe obsesionar aunque haya que intentarlo, pues será difícil alcanzar simplemente los apoyos imprescindibles.
La reforma podría ser un buen diván para resolver las represiones que nos impiden hablar de España y del sentimiento patriótico sin complejos
La sexta tentación, o “síndrome nominalista”, podría consistir en poner nuevos apellidos al modelo territorial que puedan dar lugar a confusión. En realidad, el Estado autonómico actual es un Estado federal, y para qué cambiarle el nombre. Es tan Estado federal como el que más, y tan diferente a los otros como los otros lo son entre sí. Además, es la historia de un éxito que ha contribuido a la modernización de España y a la creación de un envidiado Estado de bienestar. Pero después de 40 años de su creación, y más de 15 de su consolidación, es necesario proceder a perfeccionarlo, actualizarlo y reformarlo para corregir déficits y excesos, y mejorar su funcionamiento.
Hay que abordar la reforma sin miedo, con la ilusión de trabajar en un proyecto compartido, con mucho sentido común y diálogo, y dejar el odio y la ignorancia en el trastero y no olvidar nunca, en este largo camino que debemos recorrer, que es muy difícil crear algo nuevo simplemente desobedeciendo lo existente. El principal objetivo sería perfeccionar la Constitución de 1978, y abordarla entre todos y con todos (no olvidar a las comunidades autónomas), de forma prudente, generosa y valiente, para conseguir que hasta los que se sienten actualmente incómodos se sientan razonablemente confortables.
Por último, la reforma también podría ser un buen diván para resolver las represiones que mantenemos en el inconsciente colectivo que nos impiden hablar de España y del sentimiento patriótico sin complejos, y no identificando la palabra España con Franco y dictadura, pues el diván, sin duda, es una buena disciplina emancipadora.
José A. de Santiago-Juárez, del Partido Popular, es vicepresidente y consejero de la Presidencia de la Junta de Castilla y León.