Iván Igartua-El Correo
- Un Putin despiadado es tolerado mientras mantenga el orden y la soberanía territorial. Pero ahora la incursión ucraniana en Kursk lo presenta débil
La audaz incursión ucraniana en la región rusa de Kursk se produce en un momento en el que la apisonadora del ejército de Putin, lenta y torpe pero insistente como ella sola, seguía logrando avances en el frente del Este. El efecto inmediato, seguramente uno de los más buscados por Kiev, ha sido la desestabilización de los planes del Kremlin, que ahora tiene que destinar ingentes recursos militares a contener el ataque ucraniano dentro de sus fronteras, lo que previsiblemente desahogará la difícil situación de las fuerzas de Zelenski en el Donbás.
Al tomar la iniciativa bélica de este modo (ciertamente arriesgado), Ucrania ha descolocado al régimen ruso, como pone de manifiesto el enojo apenas disimulado de Putin en sus últimas comparecencias. El zar, como de costumbre, traslada su irritación y la responsabilidad de una respuesta contundente y eficaz a sus subordinados, que suelen saber de buena tinta lo que significa decepcionar, por omisión o por comisión, al jefe supremo.
Nadie duda de que la «provocación» ucraniana, como se han apresurado a calificarla en Moscú, agravará la situación en el campo de batalla, pero esa es fundamentalmente la perspectiva rusa. En Ucrania saben ya desde hace dos años y medio -en realidad, desde mucho antes- que el Kremlin no necesita motivos de ninguna clase (aunque a veces sí pretextos) para desplegar su maquinaria de guerra.
Cabe sospechar, con todo, que la intencionalidad de la operación ucraniana va más allá de lo meramente táctico u oportuno desde el punto de vista militar. Llevar los enfrentamientos cuerpo a cuerpo a territorio ruso, con el consiguiente desplazamiento de población civil (se habla ya de al menos unas 120.000 personas evacuadas) y, sobre todo, la toma de conciencia de una parte de la sociedad ante lo que supone la guerra a las puertas de casa, acarrea efectos de largo alcance en el contexto general del conflicto.
Pone en evidencia, en primer lugar, la franca vulnerabilidad de las fronteras meridionales en Rusia (al margen de que, en los primeros instantes de la incursión, los soldados rusos encargados del control de Sudzha estuvieran tomando café o pelotazos de vodka). En segundo lugar, significa devolver la moneda de la invasión al Kremlin, ahora escandalizado por esta violación de su territorio, aunque en esencia inquieto por la facilidad con la que los destacamentos ucranianos se han adueñado temporalmente de una pequeña -pero a la vez amplia, según se mire- comarca rusa. Si Rusia, en buena lógica, no quiere que sus confines sean asaltados, debería aplicarse el cuento -se le viene a decir- en relación con otros países, conforme a la regla de oro de la ética. Por último, entraña adoptar una posición de mayor fuerza negociadora de cara al eventual fin de las hostilidades, al igual que contar con prisioneros del ejército enemigo propicia opciones de canje.
En Kiev han pasado de una tenaz resistencia a sorprender a Rusia, y de paso al mundo
La perspectiva de cambios radicales en el panorama político internacional, a la espera de cuanto ocurra en las elecciones estadounidenses de noviembre, ha podido precipitar la acción ucraniana. En virtud de ella, en Kiev han pasado de una tenaz resistencia o, como mucho, contraofensivas parciales en su propio territorio, a sorprender a Rusia (y de paso al mundo) con el potencial de su capacidad estratégica y militar.
Pese al cerrojazo informativo, ahora que las bombas caen en tierras rusas al Kremlin le va a resultar bastante más complicado seguir ocultando a la población la realidad de la guerra e incluso las razones -las auténticas, no las ficticias- por las que esta se está desarrollando. Solo el tiempo dirá si ha llegado ya el momento, largamente esperado por intelectuales exiliados como el escritor Mijaíl Shishkin, en el que buena parte de la sociedad rusa se sacuda el manto de silencio bajo el que aún se cobija.
La contrainvasión podría tener, además de lo anterior, una consecuencia de mucha raigambre en la tradición cultural rusa. Un autócrata cruel y despiadado es perfectamente tolerable mientras mantenga el orden y la soberanía territorial, aunque para ello recurra a la injusticia. En cambio, un autócrata que presenta signos de debilidad pierde de inmediato la confianza de sus súbditos, y eso suele abocar a un final abrupto.
Esa situación estuvo quizá cerca de darse durante el amotinamiento del líder de Wagner en 2023, aunque fue rápidamente reconducida -según mandan los cánones- mediante el ‘accidente’ aéreo que acabó con su vida. Ahora las circunstancias son mucho más delicadas para Putin y todo su proyecto bélico, de cuyo éxito depende su futuro político.
Por ello, acabe como acabe, la incursión ucraniana dista de ser una aventura alocada y sin horizonte alguno. Ha arrancado, por lo demás, en la zona de Kursk. Así se llamaba el submarino que a mediados de agosto de 2000 se hundió en el mar de Barents con 118 tripulantes que perecieron ante la pasmosa inacción de Putin. Al zar le fascinan las coincidencias históricas y nominales. Aquí podría tener otra.