Ignacio Camacho-ABC
- La aclamación de Feijóo ha recompuesto la cohesión interna del PP, cosido heridas e inyectado a un partido exánime una dosis de autoestima
EL legado de Rajoy fue una derecha dividida en tres pedazos, y el de Casado una intención de voto a Vox cercana a los ochenta escaños. Ésa es la herencia que recoge Núñez Feijóo al estrenar su liderazgo más allá del folklore reanimatorio con que lo reciben los cuadros de un partido acongojado, inseguro, tambaleante al cabo de mes y medio de estragos autoprovocados que han hecho mella profunda en su estado de ánimo. Ese ambiente de incertidumbre y desconfianza ha latido bajo la liturgia convencional del congreso sevillano, donde la `rianxeira´ y los aplausos trataban de infundir calidez a una atmósfera que desprendía más alivio que entusiasmo. El escenario, en el renovado recinto de Ferias, no era exactamente el mismo en el que Aznar fue entronizado hace treinta y dos años; entonces se trataba de una nave algo destartalada, casi una carpa de campaña, y hoy es un auditorio confortable y espacioso como un palacio. Sin embargo en aquel pabellón casi desnudo donde Fraga entregó los trastos flotaba la convicción general de asistir al comienzo de un ciclo de cambio. Y la temperatura emocional de esta reunión era la de un enfermo que sale del hospital tras escapar de un infarto, contento de sobrevivir pero todavía un poco amilanado.
Los militantes del PP notan el aliento de Vox en el cogote. Cada día constatan la deserción de alguien que conocen y se sienten como aquel personaje de Ionesco que asistía a la progresiva conversión de todos los seres de su entorno en rinocerontes. Es el paquidermo en la habitación, que todos fingen ignorar y hasta evitan mencionar por su nombre. Amigos, parientes, vecinos o compañeros de trabajo les comunican su decisión de votar a Abascal en las próximas elecciones y ahondan en su sensación de desplome. Están desinflados, exánimes, y necesitan rearmarse con una inyección de incentivos morales. Pero el estilo de Feijóo no es emocionante sino sensato, efectivo, aplomado, razonable. Apela a la persuasión y a la eficacia sin efectismos ni frivolidades. El sábado dijo que ante expectativas demasiado grandes sólo se puede alcanzar un empate; prefiere fijar metas a su alcance. Y eso provoca en los suyos una sensación agridulce, como de espasmos pendulares, que les conforta por una parte y por la otra no acaba de infundirles coraje. Les va a costar un tiempo acostumbrarse al sosiego después de un recorrido trepidante por los toboganes que resbalan de la euforia al desastre.
En ese sentido el congreso de Sevilla ha recompuesto la cohesión e insuflado una dosis, quizá no demasiado alta, de autoestima. La candidatura única de Feijóo era vista como la última oportunidad para coser las heridas que amenazaban con una gangrena intestina, de tal manera que ni siquiera ha existido el tradicional debate fulanista sobre el reparto de cargos y vocalías. El aparato dirigente queda articulado sobre un eje Galicia-Andalucía en el que poder concedido a Juanma Moreno se explica como gesto de reafirmación de una voluntad centrista, y sobre todo porque las elecciones andaluzas –en junio o noviembre– tienen ahora el carácter de prueba clave para la nueva directiva. El líder se ha encargado en persona de dejar claro que su mandato va a respetar el peso territorial de las baronías, Madrid incluida, cuya postergación originó el descalabro casadista.
Esta terapia de rehabilitación colectiva, esencial para recomponer los dañados vínculos internos, parece haber surtido efecto. Pero es sólo el principio de un trabajo que requiere continuidad mediante la presentación de un proyecto que Casado no supo poner en pie con éxito. Y ahí el candidato recién investido fue mucho menos concreto. En realidad, flotó en la ausencia absoluta de pensamiento estratégico. Llegó a afirmar que «lo mostraremos llegado el momento» y mientras tanto lo cifró en la genérica promesa de «arreglar esto». Su discurso fundacional tras la elección encadenó adjetivos y conceptos abstractos: fiabilidad, madurez, responsabilidad, sosiego, esperanza, entendimiento, sentido de Estado. En materia de objetivos, de reformas y de regeneración institucional resultó nulo o escaso. Por ahora su propuesta es la experiencia, la madurez, la gestión seria frente a la trivialidad de la política-espectáculo. Una especie de tardomarianismo con algo más de nervio y de vigor enfático, tampoco demasiado, en la defensa de la nación de ciudadanos contra los populismos identitarios. La vocación de partido atrapalotodo, eficaz y pragmático, a despecho del surgimiento de nuevas fuerzas capaces de plantear desafíos ideológicos acerados y envueltos en el sugestivo celofán del populismo bizarro.
Habló Feijóo con insistencia de armar una mayoría sin decir con qué ideas y en torno a qué valores piensa construirla. «La Constitución y el interés general» (sic) no constituyen la definición de una línea política y quedan cortos como base de una alternativa. El mensaje más descifrable de su oferta es la necesidad de poner fin al desgobierno sanchista y hacerlo sin gesticulación ni insultos proferidos desde las vísceras. Pero la moderación es un talante, una actitud en la vida, no una ideología. Y para evitar que «los que reparten carnés de patriotas» (otra vez sic) se le suban a la chepa, el PP precisa algo más que su contrastada aptitud para enderezar la economía.
Lo que Feijóo ha ofrecido, en suma, no es un liderazgo de transformación sino una manera de gestionar el poder. Sólo que antes necesita alcanzarlo, quitárselo a un adversario que sabe defenderlo con un instinto de supervivencia exacerbado, y pugnar además con otra fuerza emergente en su mismo bando. A este respecto, el pacto de Castilla y León ha generado en los electores de la derecha la percepción anticipada de una coalición de facto que tritura el llamamiento al voto utilitario: si de todos modos se van a acabar aliando, mucha gente votará sin reparos al partido que la seduzca con una retórica más resuelta y un empeño más bravo.
El arranque de la nueva (?) etapa popular corre el riesgo de encogerse en una cierta transversalidad desdentada, de sonar como una partitura tenue ejecutada con atonía burocrática. Es probable que la ingrata tarea de oposición vaya endureciendo su programa a medida que el dogmatismo gubernamental y el juego sucio de la izquierda le hagan percibir la necesidad de dar batalla. Incluso puede que dentro de su propia formación, el flamante líder se vea obligado a vigilar su espalda. Porque a partir de hoy le espera un panorama mucho más agrio y arriscado que el de su plácida hegemonía galaica. En la España del multipartidismo, las mayorías sociales son mucho más caras y hay que pelearlas a bayoneta calada. Inteligencia, vista larga y mano fuerte no le faltan; no es de lo que se quedan mirando al techo cuando vienen mal dadas. La incógnita pendiente tras la terapia sevillana es la de un proyecto abierto que trascienda la catarsis anímica de la militancia.