Fernando Vallespín-El País
Ha llegado el periodo de la desilusión, el descreimiento, la bajada de la energía revolucionaria
La crisis catalana parece haber entrado en su fase termidoriana: ha llegado el periodo de la desilusión, el descreimiento, la bajada de la energía revolucionaria. Los jacobinos parecen dar paso a los realistas. O, al menos, a quienes precisan recomponer las piezas para acceder a otra cosa. Aún no sabemos bien a qué específicamente, porque las elecciones que están a la puerta equivalen a una nueva distribución de las cartas. Lo más probable es que el peso relativo de los bloques permanezca más o menos igual. De lo que caben pocas dudas es de que habrá una considerable disminución del fervor, el utopismo y la política épica.
El paralelismo de esta crisis con otros momentos populistas es asombroso. En particular con el que acabó dando lugar al Brexit, que languidece en una guerra de despachos en la que los tecnócratas europeos, ese odiado adversario de los brexiteers, se miden con los altos funcionarios británicos. Por ahora la política como administración se está imponiendo sobre la política heroica, la razón burocrática sobre la emocionalidad. La realidad se está cobrando su venganza e interpela a quienes se arrojaron a azuzar pasiones, a ocultar verdades y a dejarse llevar por deseos más que por una adecuada evaluación de los hechos y de los límites potenciales que siempre acaban erosionando las promesas políticas.
La política democrática es, sobre todo, gestión de expectativas. No puede vivir sin crear ilusiones, hacer promesas. Cualquier campaña electoral se convierte en lo más parecido a una puja por ver quién ofrece más. Lo malo es que luego hay que traducirlo en medidas de acción concretas, hay que pasarlo por el filtro de los límites presupuestarios, la efectiva capacidad de gestión, la fatigosa negociación. Las expectativas creadas se enfrentan de modo casi inexorable a la frustración. Le está pasando a Macron como antes les ha ocurrido a tantos otros o al propio ideal de la UE, que naufraga en manos de una plana Eurocracia.
El mayor problema ahora en Cataluña puede ser ese: ¿Cómo gestionamos el desvanecimiento de la gran promesa de la independencia, las frustraciones? O, y esto no es menor, ¿cómo apaciguamos esa sensación de euforia que ha prendido en muchos sectores de la otra parte del Estado? Porque, no nos engañemos, los sentimientos que subyacen al independentismo son también datos de una realidad objetivable. Y la política está obligada a ofrecer respuestas también a quienes no se sienten partícipes del actual orden político.
Esta no parece una tarea para políticos de ocasión u oportunistas, exige un nuevo liderazgo. Quienes nos han conducido a esto no pueden presentarse después como su solución.