Los dirigentes de Al-Qaeda sí creen en «la guerra de civilizaciones» y tratan de que todo el mundo musulmán la asuma, arrastrado por la eficacia de su megaterrorismo y por errores descomunales como la invasión de Irak. La respuesta no puede ser únicamente policial y militar. La «alianza de las civilizaciones» ha de ser algo más que un eslogan bienintencionado.
Un año después de la matanza terrorista cometida por Al-Qaida en Madrid, las cosas debieran estar claras y pendientes sólo de algunas matizaciones. El comando de integristas musulmanes estaba vinculado a Al-Qaida y la idea de un atentado en España germinó mucho antes de que Aznar decidiera vincular la suerte de España a la Triple Alianza exhibida en el ‘show’ de las Azores. La política del Gobierno popular incrementó, sin embargo, las posibilidades de que nuestro país sirviera de blanco. La motivación de los criminales, lo mismo que sucedió con los atentados del 11-S, era estrictamente religiosa. Igual que en el 11-S, cuando el ‘número dos’ de Al-Qaida, el médico egipcio Al-Zahuairi, explicó que se trataba de repetir la experiencia de la primera ‘yihad’, la llevada a cabo por el Profeta contra sus enemigos mequíes entre 622 y 630. ‘Caballeros bajo el estandarte del Profeta’ se titula el libro en que explica el sentido del ataque contra EE UU, primera matanza de la serie de las que pronostica en un reciente comunicado, con decenas de muertes occidentales.
Entre el 11-S y el 11-M prevaleció la impresión de que algo similar no podría repetirse, a pesar de la multitud de indicios en sentido contrario. De repente, tras la advertencia no escuchada de Casablanca, los trenes estallan en Madrid. El éxito de las investigaciones pone de manifiesto que el núcleo de integristas magrebíes, partícipes de la sociabilidad musulmana de la capital, respondía a un proceso de formación autónomo en el marco de Al-Qaida. En los meses sucesivos, Irak sustituyó a España como centro de atención mundial, y en medio del fracaso espectacular de la conquista norteamericana ha tenido lugar la aparición, primero, y la intensificación imparable, más tarde, del terrorismo ‘made in Al-Qaida’, dirigido por el jordano Al-Zarqawi. Parafraseando el eslogan de mayo del 68, sólo es el comienzo, el combate va a durar por desgracia mucho tiempo.
En esta circunstancia, y a la vista de los datos disponibles, no tiene sentido refugiarse en el viaje a Disneylandia, exaltando por un lado el carácter esencialmente pacifista del Islam, mentira absoluta, y rechazando en consecuencia toda indagación sobre las causas endógenas del megaterrorismo. Es indudable que semejante actitud, presente en nuestra prensa, socava el necesario interés de la opinión pública por el conocimiento de lo que efectivamente sucedió, y no sólo por las noticias relativas a las víctimas o a las detenciones. En sentido contrario, nuestra propuesta es que analizar el proceso de infiltración de los grupos terroristas islámicos en nuestro país y conocer las raíces doctrinales de su fanatismo criminal nada tiene que ver con el racismo y el espantajo de la ‘islamofobia’. Bien al contrario, como ha hecho notar la Asociación de Trabajadores Marroquíes en España, la separación nítida del colectivo de inmigrantes musulmanes respecto de las predicaciones y de los grupos yihadistas constituye el mejor antídoto contra la xenofobia que bien puede estallar si se difunde una imagen angélica del islamismo sin más matices y luego se producen los atentados: ejemplo, Holanda.
¿Cómo explicar la irrupción del terrorismo islámico o islamista? Ante todo, conviene rechazar la visión exculpatoria que atribuye al contexto, y de modo específico a la política norteamericana en Oriente Próximo y en Asia, la total responsabilidad de cuanto ocurre, dejando para Bin Laden y su gente el papel de bandidos generosos, un tanto bestiales en los procedimientos, pero justos en su resistencia al imperialismo. Este enfoque se encuentra muy generalizado en medios de la izquierda intelectual y viene acompañado, en el caso de los arabistas de profesión o afición, por el rechazo rotundo a toda mirada crítica que haga caso a las declaraciones reiteradas de los propios terroristas y en consecuencia ponga en relación su estrategia con los planteamientos del primer Islam.
A lo primero, hay que responder que efectivamente el contexto reviste gran importancia, en la medida que Al-Qaida se apoya en la insensibilidad y en las agresiones de la política norteamericana sobre el mundo árabe para legitimar su terror, desde el respaldo a Israel hasta la invasión de Irak. Sólo que, como veremos, la gestación de su terrorismo es endógena, proporcionando ese contexto un incremento en los recursos disponibles en cuanto a apoyo entre la población de los países árabes, así como la estructura de oportunidad política para lanzar la ofensiva de los atentados. Cada vez más, Al-Qaida se pega en su táctica a la vida política occidental, conforme puso de relieve la alocución de Bin Laden en vísperas de las elecciones norteamericanas. Sobre la intención del 11-M ante las elecciones del día 14 siguen las dudas, que sólo podrán ser aclaradas a la luz de futuras actuaciones del entramado terrorista.
El terrorismo islámico tiene como origen una actitud de rechazo radical frente a los cambios inducidos por la presencia de Occidente en los países musulmanes. En el caso del wahhabismo saudí, que desemboca en Bin Laden, se trata de una posición ya manifestada en su fase de formación, en el siglo XVIII y cuando no había aún occidentales a la vista, contra lo que estimaban una degeneración en la concepción teológica, las costumbres y los símbolos propios del verdadero Islam. Por eso hasta hoy un blanco recurrente de su violencia ha sido el chiísmo, juzgado herético. La corriente mayor es, sin embargo, la del integrismo reactivo que tiene como origen la organización egipcia de los Hermanos Musulmanes, matriz de la constelación de asociaciones islamistas surgidas en el último medio siglo. La formación de una contrasociedad islámica, germen de un orden social cerrado regido por la ley coránica (sharía), asigna a la violencia un papel complementario, pero el doble nivel organizativo y la agudización de los enfrentamientos con el régimen político vigente, fuera el monárquico o el nasserista, creará una situación de guerra civil larvada. En ese marco surge una teorización capital para el integrismo terrorista, la de Sayyid Qutb al asimilar el paganismo culpable de los enemigos del Profeta con todo lo que encarna el mundo occidental, democracia en primer término, marcados ambos por la misma «ignorancia» (yahiliyya) y por la misma exigencia de acabar siendo destruidos por los leales a la soberanía de Alá.
A fines de los años 70, la tentación legalista de los Hermanos cedió paso a la formación de grupos centrados en el terror, animados por el establecimiento de la República islámica en Irán y por el deseo de destruir a Israel tras los acuerdos de Camp David. Como telón de fondo, otro teórico, éste del siglo XIII, Ibn Taymiyya, el Aristóteles de la tradición integrista musulmana, que fija el canon de la sociedad perfecta sometida a la sharía y la obligación de la ‘yihad’ implacable contra los enemigos externos e internos del Islam, gobernantes apóstatas incluidos (ejecución de Sadat en 1981). A esos ingredientes de base fueron sumándose otros agentes de radicalización: la incidencia de la guerra de Afganistán, crisol del internacionalismo yihadista, la conversión del islamismo en terrorismo en Argelia, y, en otro orden de cosas, los cambios tecnológicos en el sistema de comunicaciones que por vez primera hacen posible la transmisión inmediata de los mensajes y de las imágenes, así como de las consignas de organización, a escala mundial. El regreso a la edad de oro del Profeta, en su vertiente bélica, configura una auténtica utopía arcaizante, una arqueoutopía, apoyada en los recursos tecnológicos de la globalización.
Los dirigentes de Al-Qaeda sí creen en «la guerra de civilizaciones» anunciada por Huntington y tratan de que todo el mundo musulmán la asuma, arrastrado por la eficacia de su megaterrorismo y por errores descomunales como la invasión de Irak. La respuesta no puede ser únicamente policial y militar. La «alianza de las civilizaciones» ha de ser algo más que un eslogan bienintencionado. Por lo que nos toca de manera inmediata, sólo mediante una política eficaz de integración de nuestros colectivos de inmigrantes musulmanes, evitando la formación de guetos, y con el establecimiento de una distinción precisa entre lo que es el núcleo teológico de la religión islámica, en nada violento, y lo que es la deriva yihadista de la etapa del Profeta armado, podremos evitar la consolidación de una sociabilidad hostil en ambos sentidos y de consecuencias inevitablemente negativas.
Antonio Elorza es catedrático de Penamiento Político en la Univarsidad Complutense.
Antonio Elorza, EL CORREO, 10/3/2005