NO COMPARTO la idílica, mántrica y acrítica visión que de la situación vasca se proporciona con cierta regularidad desde ámbitos mediáticos e institucionales tanto del País Vasco como del resto de España, según la cual, finalizado el terrorismo como consecuencia de la derrota policial de ETA y la pantomima de un desarme que cada día que pasa se revela más ridículo, se ha acabado el problema y nos encontramos ante tiempos nuevos. Los hechos vinculados al terrorismo vasco que se repiten periódicamente en distintas localidades del País Vasco no parecen ir en esa línea. Más bien lo que hacen es poner de manifiesto que el terrorismo y sus consecuencias continúan latentes en la sociedad vasca, incluso una vez desaparecida la práctica de la actividad terrorista etarra. Tampoco resulta extraño, puesto que la sociedad vasca no ha cambiado tanto. En efecto, los vascos y las instituciones de entonces son los mismos de ahora. Y si muchos de ellos fueron capaces de convivir con el terrorismo sin padecer afecciones personales y sin conciencia del daño personal y colectivo que suponía el daño padecido por sus vecinos y otros ciudadanos víctimas del terrorismo, ¿por qué ahora, que ETA no mata y además se ha desarmado (¿?) iban a tener que inquietarse por el modo en el que son recibidos los victimarios en sus respectivas localidades?
Con más motivo todavía cuando, en esa misma sociedad, el 58,8% de los votantes en las últimas elecciones al Parlamento vasco ha demostrado que comparte y apoya esa ideología, y que la deslegitimación ideológica del terrorismo no parece estar entre sus prioridades. Porque, ¿dónde queda la deslegitimación del terrorismo cuando el proyecto político en virtud del cual tantos seres humanos fueron victimizados no padece ninguna consecuencia en las urnas sino que, por el contrario, obtiene amplias cuotas de poder local, provincial y autonómico?
Peor todavía, cuando ese mismo proyecto político ha sido legitimado por el Tribunal Constitucional (seis contra cinco) en su vergonzante sentencia de legalización de Bildu y Sortu adoptada en pleno proceso negociador del Gobierno socialista con los terroristas. Si lo permitieron sin padecer las consecuencias de ello los magistrados propuestos por el PSOE, excepto Manuel Aragón Reyes, autor de un excelente voto particular, ¿cómo esperar un comportamiento diferente allí donde ya se padecían las consecuencias de ese mismo proyecto político cuando ETA asesinaba, extorsionaba, amenazaba, secuestraba, desterraba –y su brazo político colaboraba, comprendía y apoyaba–, y se padecen ahora en tiempos calificados por tantos de paz acompañados de desarme? Si la pasividad general predominó en tiempos de terrorismo, ¿por qué debería ser diferente ahora en tiempo de paz? Si en aquellos años terribles la fiesta debía continuar–y continuó, a pesar del asesinato de un vecino durante la misma, sin ningún problema ni consecuencia social, excepto la soledad de los familiares y amigos de la víctima, y el dolor de constatar la irrelevancia de ese asesinato en el municipio ante la prioridad otorgada a la fiesta–, ¿por qué escandalizarse hoy por un hecho como el homenaje que los mismos que entonces comprendieron y jalearon a los victimarios les rinden al retornar cumplidas sus penas de prisión a sus respectivas localidades?
¿Qué importa si, además, el homenaje culmina en el Salón de Plenos del Ayuntamiento de la localidad, en teoría sede una institución democrática, esto es, justo todo lo contrario de lo que representan tanto los homenajeados como tales homenajes? Un salón cedido de facto por su alcalde, como acaba de declarar el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco, añadiendo que se trató de un homenaje a una persona condenada por terrorismo. ¿Qué importa si se permite al homenajeado ocupar la silla del alcalde, máximo representante de la democracia en un municipio? ¿Y que ese alcalde pertenezca al mismo partido que gobierna el País Vasco, con lo que su actitud para ese gobierno implica o debería implicar? ¿Y que en esa localidad –Lekeitio– ETA asesinara a tres de sus vecinos?
Visto lo visto, y vistas las reacciones que tales hechos provocan, es posible concluir que no parece que importe nada excepto, menos mal, a la Abogacía del Estado y, claro está, a todos aquellos que padecieron el terrorismo de ETA en sus propias carnes y en alguna de sus múltiples vertientes. Entre ellos, el Colectivo de Víctimas del Terrorismo (Covite), el único capaz de alzar la voz, de indignarse y de rebelarse para llamar la atención ante la pasividad y el silencio generales no sólo de la sociedad vasca sino, aún más grave, de sus instituciones. ¿Alguna reacción del Gobierno vasco? ¿De su Consejería de Interior, en teoría encargada de conocer, prevenir e impedir todo comportamiento ensalzador del terrorismo? ¿De su Oficina de Víctimas? ¿De su Secretaría de Paz y Convivencia? ¿De su Dirección de Derechos Humanos? ¿Del Ararteko? ¿Del Consejo Vasco de Víctimas? ¿Del PNV, partido al que pertenece el alcalde de Lekeitio? Ninguna. Nada. ¿Alguna consecuencia para ese alcalde por ceder la sede de una institución democrática a quienes representan todo lo contrario? Tampoco.
Nada precisamente allí dónde la pasividad y el silencio no deberían tener cabida. Donde las instituciones y la ciudadanía, si existieran, deberían ser beligerantes y exigentes contra todo comportamiento ensalzador o comprensivo del terrorismo vasco padecido, aunque sólo fuera para no incurrir nuevamente en los mismos comportamientos cobardes del pasado. Sin embargo, no es así.
Este silencio y esta pasividad abrumadores confirman la falsedad de otro mantra muy extendido y aceptado en la sociedad vasca para lavar su conciencia: la afirmación de que toda la sociedad vasca ha sido víctima de ETA. Si fuera cierto, habría más reacciones además de la de Covite. Por el contrario, ese silencio y esa pasividad ponen de manifiesto la misma indiferencia y pasividad que estuvo presente en ella la mayor parte de las veces durante las casi cinco décadas de actividad terrorista de ETA. No sólo en ella. También en sus instituciones, tal como denunció el Comisario de Derechos Humanos del Consejo de Europa, Álvaro Gil-Robles, en su informe sobre su viaje a España y, en particular, al País Vasco, del 5 al 8 de febrero de 2001, en relación con la pasividad del Gobierno vasco a la hora de luchar contra la violencia callejera (kale borroka).
DADA LA reiteración de este tipo de actos y homenajes –como el tributado hace unos meses por cientos de personas en la Parte Vieja de San Sebastián al condenado por su participación en cinco asesinatos en esa localidad, que cuenta con 94 asesinados por ETA– cabe preguntarse qué entienden tanto la sociedad vasca como todas esas instituciones por «deslegitimación del terrorismo». Y qué significado tiene la afirmación contenida en la Ley Vasca de Reconocimiento y Reparación a las Víctimas del Terrorismo de que «la memoria de las víctimas constituye un elemento esencial para la deslegitimación, ética, social y política del terrorismo».
Peor todavía, la reiteración de esos homenajes pone de relieve la vacuidad de lo manifestado por el artículo 4 de dicha ley (relativo a la dignidad) cuando dispone que «los poderes públicos vascos velarán para que las víctimas sean tratadas con respeto a sus derechos. Para ello: b) Adoptarán medidas apropiadas (…) en particular, para prevenir y evitar la realización de actos efectuados en público que entrañen descrédito, menosprecio o humillación de las víctimas o de sus familiares, exaltación del terrorismo, homenaje o concesión pública de distinciones a los terroristas, y actuarán de manera especial contra las pintadas y carteles de tal índole, y, en su caso, investigarán aquellos que puedan ser constitutivos de infracción penal, quedando abierta la posibilidad del ejercicio de la acción popular por la Administración de la Comunidad Autónoma del País Vasco para la defensa de este derecho».
Una vez más, las palabras, incluso las recogidas por la ley, se las lleva el viento.
Carlos Fernández de Casadevante Romani es catedrático de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales de la Universidad Rey Juan Carlos.