ABC 06/08/16
RAMÓN PÉREZ-MAURA
· Hasta diciembre del año pasado Khalid al-Bakraoui recibió 25.000 euros en ayudas
ESCRIBÍA ayer en estas páginas Luis Ventoso –con su magisterio habitual– sobre «la sopa boba» que ha adocenado a miles de españoles que esperan recibir del Estado todo lo que la mayoría de sus compatriotas en realidad trabajan para ganarse. Citaba el ejemplo de dos gallegos, Adrián y Gloria, glosado la víspera en «La Voz de Galicia». Nada más leerlo me topé con la portada de «The Wall Street Journal.», en la que el titular de la noticia de apertura era: «Some Terror Suspects
in Europe Collected Welfare», lo que podríamos traducir por «Algunos sospechosos de terrorismo en Europa cobraban subsidios (del Estado)». Si el caso de los gallegos era bochornoso, el de Bélgica es espeluznante.
Al menos cinco de los terroristas de los atentados de París y Bruselas se han financiado con los subsidios que cobraban del Estado belga. Las autoridades admiten que estos tipos recibieron más de 50.000 euros. El principal superviviente de los terroristas, Salah Abdeslam, estuvo cobrando un subsidio de desempleo hasta tres semanas antes del ataque de noviembre. En total, 19.000 euros. Con el agravante de que mientras lo cobraba gestionaba y era copropietario de un bar. Flagrante ilegalidad a la que se añade el que nada más venderlo, el bar «Les Beguines», en el barrio de Molenbeek, fue cerrado bajo acusación de que allí se había traficado con droga.
En Bélgica, como en otros países, es bastante habitual que quienes salen de la cárcel reciban subsidios para ayudarles a reintegrarse en la sociedad. Ese fue el caso de Khalid al-Bakraoui, al que se dio ese tipo de ayuda cuando dejó la prisión a principios de 2014 tras penar condena de dos años por robo a mano armada. Hasta diciembre del año pasado recibió 25.000 euros en subsidios. En esa fecha las autoridades belgas le pusieron en busca y captura por su implicación en los atentados del mes anterior en París. Bakraoui se escabulló empleando la red de refugios de los yihadistas belgas y usando otras identidades hasta que finalmente se suicidó, haciendo estallar un explosivo en marzo pasado en la estación de metro de Maelbeek, en Bruselas. A posteriori, Daesh lo glorificó como uno de los principales organizadores de aquella matanza de marzo pasado en la capital de Bélgica.
Hay muchos otros ejemplos vergonzantes, que manifiestan una grave incapacidad para gestionar adecuadamente el sistema. Como, por ejemplo, el de que catorce terroristas que estaban en prisión cumpliendo condena siguieron recibiendo subsidios del Estado. O que siete extranjeros sospechosos de terroristas que ya habían abandonado el país seguían cobrando un subsidio del Estado belga. O que quince que habían regresado de Siria estaban cobrando esos beneficios.
Esta amenaza plantea un enorme cuestionamiento a nuestro sistema de subsidios. Porque, desde un punto de vista de derechos básicos, parece difícil pretender que el Estado pueda hacer un seguimiento de en qué se gasta cada uno su dinero una vez que lo recibe. Pero al mismo tiempo es una aberración que el dinero del Estado sea empleado para organizar ataques terroristas que muchas veces tienen un coste muy por debajo de lo percibido con esos subsidios. El cálculo es que los ataques de Bataclan y el Estadio de Francia costaron menos de 30.000 euros, y los de Bruselas del pasado mes de marzo menos de 3.000. Mientras que el crimen del camión del 14 de julio en Niza costó los 1.600 euros de alquilar el vehículo más la gasolina. En comparación con la destrucción y el dolor que generó, una mísera nadería.