IGNACIO CAMACHO-ABC
Ni Puigdemont se atreve a declarar la independencia ni Rajoy desea aplicar el 155. Ambos están cómodos en este limbo
HA quedado claro: ni Puigdemont se atreve a declarar la independencia formal ni Rajoy desea aplicar el artículo 155. Ambos podrían pasar mucho tiempo en este abstracto limbo político. El presidente de la Generalitat siente vértigo del salto al vacío y el del Gobierno sabe que la intervención en (que no de) la autonomía catalana supone adentrarse en un ámbito ignoto para cuya exploración no cuenta con socios decididos; ayer se vio que el respaldo del PSOE es más bien tímido. En suma, la situación constituye lo que en el lenguaje marianista se conoce con una familiar palabra: un lío. Pero un lío gordo en el que nadie conoce el final aunque sepa el principio.
El resultado de esta mutua inseguridad es la decisión no proclamada de ganar tiempo, y el problema para ello consiste en que la resistencia de Puigdemont a dar un paso atrás obliga de forma perentoria al Gobierno. Aun así, la orden dada sotto voce es la de demorar en lo posible el procedimiento; nada de urgencias en el Senado, pasos bien medidos, trámites lentos. A Rajoy siempre le ha ido bien dilatando los plazos, apurando los momentos, y aún confía en que la cuestión se resuelva con la aparición de algún factor sorpresa en último extremo. Esta vez, sin embargo, tiene en contra la probada tozudez de los soberanistas para persistir en su empeño.
Porque mientras el presidente controla sus propias decisiones, piano piano, y está acostumbrado a resistir la tensión ambiental con pulso bajo, en el bando separatista el poder está en muchas manos. Puigdemont es un líder de paja sometido a multitud de presiones contradictorias y con una estabilidad en precario. De una parte le aprietan Esquerra, las CUPs y las plataformas civiles que han cobrado fuerza propia en la calle; de otra los sectores nacionalistas más pragmáticos. Hasta Artur Mas le calienta la oreja con consejos interesados. Y en las últimas semanas ha entrado en escena la alarmada cúpula empresarial implorando un frenazo. Con todo, la única experiencia contrastable del proceso de independencia desprende la pesimista conclusión de que sus promotores siempre acaban cumpliendo todo lo que han anunciado. Y no es fácil detener en marcha un movimiento revolucionario.
Así, el marianismo se va a ver impelido a aplicar medidas en las que no termina de creer porque desconfía de sus efectos. Rajoy aborrece la testosterona, la bizarría política, y detesta asumir riesgos; le viene bien que los socialistas traten de limitar al mínimo el alcance del 155 y le ofrezcan la coartada para subir al ring con los guantes bien sujetos. Por talante y por convicción, lo último que desea es meterse en un jaleo. Pero si el soberanismo no le da pronto una salida —y la única viable serían unas elecciones anticipadas— se va a ver impelido a actuar sin más remedio. Hay veces en que la responsabilidad del poder conlleva el antipático imperativo de ejercerlo.