Mi liberada:

Habrás disfrutado con The Post, traducida aquí bárbaramente por Los Archivos del Pentágono, este tebeo socialdemócrata y feminoide que probablemente sea la peor película de Spielberg. No hay duda de que gran mérito en el desastre le corresponde a Meryl Streep, cuyo deambular sobreactuado resulta tan ajeno a la sobria indecisión de Katharine Graham, la dueña del Washington Post, según el retrato que tenemos de sus memorias y las de su director Ben Bradlee. La película desprecia cualquiera de los grandes asuntos que el caso plantea; sea la figura del traidor, aquel Edward Snowden de entonces, llamado David Ellsberg; sea el conflicto entre Historia y Periodismo, que encarnan Robert McNamara (el que encargó los 47 volúmenes de papeles con el objeto de que las generaciones futuras supieran lo que pasó en Vietnam) y Abe Rosenthal y Ben Bradlee (que los publicaron primero en el Times y luego en el Post); sea el de la dialéctica entre mentira pública y seguridad nacional. El cómic, del grosor de un pelo, se limita a ilustrar la pugna entre unos periodistas buenos y unos políticos y ricachos malos, resuelta al final en favor de los primeros gracias a la intervención del hada Katharine, luminosa presencia en un cortejo de machos fúnebres.

Sin embargo, lo más erróneo de The Post es su pretensión de haber hecho con ella la gran película contra Trump. El inquietante presagio, que se apodera estos días de Washington, de que Donald Trump pueda ser presidente más de una legislatura no solo está basado en la espectacular mejora de la economía americana. Algo deben de influir también contraproducentes iniciativas como la campaña de las metiómanas o panfletos tachín tachán sobre los buenos viejos tiempos de la libertad de prensa. The Post no puede ser una película contra Trump, porque su conflicto nada tiene que ver con los del vergonzoso presidente. La historia que narra, la publicación de los llamados papeles del Pentágono, ejemplifica la dialéctica entre el poder político que quiere evitar la difusión de unas informaciones y la prensa que se empeña en lo contrario. El mismo y legendario conflicto que se dio años después con el Watergate. Pero este no es el conflicto de la actualidad. La cuestión no es hoy lo que el poder político impide publicar. El poder ha sido incapaz de evitar Wikileaks y Snowden. Y el propio Trump, aunque lo intentó, ni siquiera ha evitado Fuego y furia, este libro sobre su presidencia escrito con el mismo método que su presidencia –la mezcla indiscriminada de verdad y mentiras–, como el propio Wolff acepta en esta frase de su prólogo: «Muchas de las versiones de lo sucedido en la Casa Blanca de Trump están en conflicto entre sí; muchas otras, a la manera trumpiana, son lisa y llanamente falsas. A veces he dejado que los protagonistas expongan sus versiones, lo que permite al lector juzgarlas».

El problema difícil entre el poder y la prensa no son las verdades que el poder impide publicar sino las mentiras que el poder difunde. No es un problema particular de nuestra época. Ha existido desde que hay prensa y, aunque sobre él se hayan hecho pocas películas, es el problema difícil. También porque relativiza la noción misma del poder: la prensa ha sido, a veces, el poder y ha mentido contra el poder a la manera del poder; otras veces ha sido cómplice de las mentiras del poder, por error o por interés comercial. La situación se ha complicado extraordinariamente con la ruina del antiguo sistema comunicativo y la posibilidad de que el poder difunda eficazmente su mensaje por las redes sociales, sin estar obligado a franquear la aduana de la prensa. Trump no es lo que prohíbe, sino lo que inunda. El método con que pretende acabar con la verdad incómoda no es la aplicación de la ley, su modificación o la presión y el chantaje. Su método para acabar con la verdad es inundarla de mentiras. O de estupideces. Nada que ver con The Post.

Pero nada que tampoco tenga que ver solamente con Trump. El derrumbe del viejo dique de los periódicos –sin mitificaciones: pero eran un dique– ha sido aprovechado por el poder en cualquiera de sus formas. Sin excluir la de su aparente contrapunto el pueblo. La consecuencia es que tal vez sea ésta la época en que la Humanidad tiene un mejor y más cómodo acceso a un mayor número de mentiras. Ciertamente lo mismo sucede con la verdad. Pero la capacidad de crecimiento, propagación y replicación de las mentiras siempre ha sido superior a la de las verdades: a más verdades, más verdades; a más mentiras, muchas más mentiras. Como el problema no son las news sino las fake news, algunos gobiernos democráticos han decidido tomarse la verdad como un asunto de su competencia. Macron anuncia una ley contra las noticias falsas, el gobierno italiano ha organizado un servicio en línea por el que los ciudadanos pueden denunciarlas y Theresa May acaba de crear una unidad gubernamental para combatirlas. Reconocerás, libe, mi labor pionera en este punto, cuando hace tiempo propuse la creación de un Ministerio de la Verdad, con la finalidad precisa y paradójica de que la distopía orwelliana no acabara materializándose. La propuesta partía del reconocimiento implícito del fracaso del periodismo. Porque ese ministerio debería ser el periodismo. Pero lo cierto, más allá de celebraciones sentimentales y pueriles como The Post, es que los periódicos han fracasado en un empeño principal: convencer a la sociedad de su papel clave en el funcionamiento democrático. Salvo excepciones perfectamente identificables, la comunidad ha permanecido indiferente ante el derrumbe de las viejas instituciones de noticias que nacieron de sí misma. No especularé en este momento sobre si el problema parte del incumplimiento del periodismo de su contrato social o de la degradación intelectual de las comunidades y especialmente de sus élites.

Ahora el poder político toma el relevo. La verdad es una especie en peligro de extinción –insisto que por la sobrepoblación de su gran depredador, las mentiras– y el poder debe de plantearse hacer con ella lo que hace con las ballenas. La cuestión es cómo va a hacerlo. Hay dos maneras. La primera es asumiendo la gestión directa, por así decirlo. Veremos, en ese caso, sucesos extraordinarios. Cómo la señora May gestiona las fake news, ella que es una hija putativa de las fake news. O veremos incluso al Papa de Roma. El otro día el escritor Jorge Ferrer estuvo cumbre haciéndose eco del llamamiento contra las fake news del buen Francisco: «¡El administrador de una empresa fundada sobre la fake new originaria!». La segunda manera es que la política entregue a los periódicos, mediante la reconstrucción de su negociado, la gestión de la verdad. Esto obligaría a una reconsideración madura de las relaciones entre la política y el periodismo, basada en la evidencia de que sin periodismo no hay democracia. O sea, tampoco política en su único sentido noble. El problema es que los periódicos están demasiado débiles como para exigir cualquier cosa. Y la comunidad demasiado ensimismada en su diarios personales. Pero, en fin, siempre se le pueden encargar a Meryl Streep las gestiones.

Y sigue ciega tu camino

A.