TIEMPO DE CARNAVAL

IGNACIO CAMACHO-El País

El independentismo ha proscrito la risa. Sólo una sociedad enferma de sinrazón puede tomar a Puigdemont en serio

LA única forma sensata de enfocar el sainete de Puigdemont es la del carnaval de Cádiz: ponerse pelucas de Beatle y cantarle chirigotas en la calle. Como en el esperpento de Valle-Inclán, sólo en la deformación estética de la realidad, extremada en la insolencia de la parodia, puede encajar esta bufonada interminable. Cualquier otra actitud más seria conduce a una suerte de melancolía lacerante; para un tipo que se pretende a sí mismo solemne y digno y se engola de ficticia respetabilidad para hacerse el interesante no hay desprecio mayor que el de tomarlo a guasa y convertir en coplillas guasonas sus ínfulas artificiales. Mientras más fatuo sea su empaque más humareda provocará al arder en la hoguera de humor popular donde se queman las vanidades.

Lamentablemente, la justicia no tiene esta fórmula a su alcance. El Gobierno sí, y tal vez le sería más útil el sarcasmo que el tratamiento grave porque de todos modos ya no dispone de la iniciativa –la perdió en su momento– ni está en condiciones de adelantarse. La única respuesta formal posible del Estado está ahora en manos de los tribunales –ahora, no antes, cuando el poder político desperdició varias oportunidades– y a éstos les está vetado bromear con los justiciables. Así que el juez Llarena se ha visto obligado a adoptar un perfil de rigurosa responsabilidad para encargarse del asunto con los máximos escrúpulos procesales. A sabiendas de que el caso acabará en la jurisdicción europea, su negativa a ordenar la detención tiene un fondo impecable: con visión larga está pensando en Estrasburgo, no en Barcelona ni en Copenhague. Si el fugitivo quiere participar en su propia investidura tendrá que regresar y entregarse.

Pero salvo para el Supremo, que debe hilar fino, la sagafuga de Puchimón no encaja en otro molde que en el del esperpento, y así conviene considerarla a todos los demás efectos. Su peripecia de falso exilio y sus mesiánicas pretensiones de legitimidad entran de lleno en el ámbito de lo grotesco, y sólo una sociedad enferma de sinrazón, como la de al menos media Cataluña, puede tomar semejante ridiculez en serio. El independentismo ha proscrito la risa como aquellos monjes de Umberto Eco, y en su impostada trascendencia se ha llegado a ofender de que los gaditanos traten la cuestión con salero. Pocas patologías colectivas son peores que el ensimismamiento.

Por eso toda esta tramoya de la candidatura resulta, mirada con distancia crítica, una treta extravagante, un truco grosero. Los separatistas le han perdido el respeto a sus instituciones cuando pretenden investir a un fantasma en el Parlamento. Han construido una realidad paralela y se la han creído hasta el punto de quedarse a vivir dentro. En cualquier comunidad normalizada, este desvarío soñaría a coña, a cachondeo. Pero dos millones de catalanes parecen contentos de que sus representantes les tomen el pelo.