Antonio Elorza-El Correo

  • Es un mal momento para la elección racional, y no solo en EE UU. Manda la idea del pueblo elegido amenazado y el culto al líder excepcional

Dos razones principales explican la previsible victoria de Donald Trump. La primera, que nada sustancial ha afectado a la oleada de nacionalismo xenófobo que estuvo a punto de llevarle a la Casa Blanca en 2020: la sucesión de revelaciones y procesos ni ha interrumpido su carrera ni ha alterado lo más mínimo el seguimiento entusiasta del Partido Republicano. Cabe incluso que su constante ejercicio de intimidación le favorezca: mejor elegirle que provocar una nueva insurrección del 6 de enero, ya que no aceptaría la derrota. La segunda, las limitaciones de su contrincante, buena solución de emergencia tras el error Biden, pero atrapada entre la exigencia de innovar y no romper con la imagen muy criticada del presidente. Sobre todo, mujer y progresista, en físico e ideas. Mejor Donald ‘el bárbaro’.

Corren malos tiempos para la elección racional, y no solo en EE UU. De modo comparable a la posguerra de hace un siglo, la crisis económica de 2008 tuvo su proyección en la política -retroceso de la democracia- y en las relaciones internacionales: jaque a la hegemonía americana por la alianza entre la ascendente China y la agresiva Rusia, más la desestabilización yihadista. Al medio siglo de seguridad posterior a 1945, Guerra Fría incluida, ha sucedido una era marcada por la frustración, en sus distintas variantes, con rasgos comunes en su gestación económica, aunque con consecuencias dispares.

En Estados Unidos, por el fracaso del doble sueño americano, tanto del progresivo de los 60, renacido fugazmente con Obama, como del imperialista de Reagan y Bush. En Rusia, con la afirmación de un nacionalismo guerrero, restaurador del desaparecido imperio soviético. En Europa, por el fin de la edad dorada del bienestar económico y social, dada la pérdida de competitividad en la globalización. En este caso, hay crisis de conjunto en la UE y abanico de crisis nacionales, con sus respectivas variantes (Francia, Centroeuropa, España, Italia) y un denominador común de creciente inestabilidad política y auge de políticas reaccionarias. Denominador común también, que recuerda la era de los fascismos, es que esos caminos de reacción tienen siempre a su frente un líder, cuyo mando refleja al mismo tiempo el declive de la democracia y la exigencia planteada por él mismo de su supresión. Trump o Putin son los grandes ejemplos, a la sombra de Xi Jinping, pero en la lista figuran otros presidentes aún atados por lazos democráticos, y Orbán no está solo.

El protagonismo es individual, pero como en los fascismos se agregan antecedentes culturales, formas de poder social, tradiciones opresivas o xenófobas, que se activan al intervenir como detonador el sentimiento de frustración. Entonces la función crea el órgano, atendiendo a aspiraciones personales de poder. Todo siempre con una cobertura religiosa. El supremacismo ‘wasp’, el legado del esclavismo, el culto a las armas, la exaltación del individualismo y del éxito económico por cualquier medio, todo bajo el manto del credo evangélico, han sido los ingredientes del cóctel servido para la fiesta de Trump.

La religión política actúa como factor de cohesión y pilar del liderazgo carismático. Era un terreno sembrado desde hace décadas por los aparentemente inocuos telepredicadores y que hoy inspira una fe del carbonero anclada en tres ideas. Primera, el valor supremo de la violencia sagrada que la Biblia otorga al pueblo de Dios (América); segunda, la idea de encontrarse, ese pueblo elegido, amenazado de muerte como en el Apocalipsis por sus enemigos (el comunismo, la inmigración); y tercera, el culto al personaje excepcional que sin límite ni condición alguna salvará a la sociedad, venciendo al Anticristo (San Pablo). Tal es el tríptico mitológico del culto a Trump, ciegamente asumido por los suyos. No importan sus delitos, ni sus mentiras o insensateces. Él es el Bien y Kamala Harris, el Mal. Salvará a América aislándola de toda solidaridad a escala mundial y competirá a muerte con China. Para eso encarna los intereses del capitalismo americano.

Desde la nostalgia de la URSS, Vladímir Putin siguió un camino paralelo, acorde en su caso con los intereses del capitalismo ruso mafioso, formado a partir de la ‘nomenklatura’, y como ella enlazado al crimen y al belicismo. También aquí la religión política juega su papel al servicio de la nación imperialista y de una visión maniquea de Occidente.

En suma, antidemocracia es reacción. No solo en Marine Le Pen o Trump. Maduro y el castrismo son feroces reaccionarios, juzgados en falso progresistas, igual que la RDA era ‘democrática’. Conviene recordarlo cuando nuestro presidente esgrime la fe en el progreso como estandarte para imponerse a la división de poderes y vencer en una guerra permanente contra lo que califica de reacción. Sin olvidar el recurso a la mentira. De acuerdo con los tiempos, tenemos también en España quien nos salve a costa de la democracia.