PEDRO GARCÍA CUARTANGO-ABC

  • La maquinaria gubernamental de propaganda ahoga cualquier debate, señala enemigos y reduce toda crítica a la condición de «fango»

Fue Calicles, filósofo del pragmatismo cinco siglos antes del nacimiento de Jesucristo, quien le advirtió a Sócrates de manera profética: «La verdad poco importa. Si te empeñas en sostenerla, perderás la vida». Sócrates prefirió beber la cicuta antes que renunciar a su verdad. Pagó con su vida y hoy nadie se acuerda de sus verdugos, pero sí del maestro.

En los tiempos de Sócrates, Grecia estaba plagada de sofistas que retorcían su argumentación en favor de sus amos. Se podía mantener una cosa y su contraria. Zenón llegó a demostrar que Aquiles jamás alcanzaría a la tortuga. Calicles enfatizó que son los hombres los que hacen las leyes y las ponen a su servicio.

La verdad siempre ha sido no sólo un tema controvertido sino también un asunto por el que algunos sufrieron la hoguera o el repudio de sus semejantes. La pregunta sigue siendo hoy, como en la Atenas de Aristóteles y Platón, qué es la verdad.

Spinoza afirmaba que la verdad sólo existe en Dios, mientras que Kant sostuvo que no es posible conocer la esencia de las cosas. Hegel vinculaba la verdad a la Razón y Marx creía que el proletariado era el depositario de una verdad revolucionaria. Ya vemos la complejidad del concepto y las dificultades de definirlo.

Jean-Paul Sartre aportó un punto de vista interesante al ligar la verdad a la temporalidad, a la manera en la que los seres humanos se relacionan con la historia. En ese sentido, la verdad sería la comprensión del ser. Creía que la verdad no sirve para cambiar la condición humana porque hay una disociación insalvable entre la conciencia y el ser.

Hoy vivimos en nuestro país un tiempo en el que proliferan los sofistas. El ruido de los vocablos y las declaraciones oculta una verdad cada vez más indistinguible de la mentira. Como decía Guy Debord, la verdad se ha tornado en un momento de lo falso en una sociedad en la que todo es espectáculo.

Siento impotencia al escribir esta columna porque soy consciente de que cada palabra será interpretada en un contexto en el que se está en un bando o en otro. Todo lo que se dice o se escribe es visto bajo una intencionalidad política como si fuera un acto de militancia. La verdad se ha convertido en un arma y en una posesión. No importa lo que se afirma sino quién y por qué lo enuncia. El lenguaje se ha vuelto opaco.

La verdad de Sócrates se impuso gracias a su muerte. Si no, no hubiera tenido valor. Pero nosotros no somos Sócrates ni estamos dispuestos a morir por la verdad. Resulta difícil saber quién guarda la cordura en esta algarabía que nos está dejando sordos. La maquinaria gubernamental de propaganda ahoga cualquier debate, señala enemigos y reduce toda crítica a la condición de «fango», mientras el clima político se vuelve irrespirable. Tristes tiempos en los que la razón sólo habla en voz baja.