Tiempo muerto

EL MUNDO 03/07/14
JOSEBA ARREGI

· El autor es partidario de las reformas, pero cree que se están cuestionando cosas que habría que preservar
· Confía en que Felipe VI propicie más reflexión y menos autodestrucción para que los cambios sean para bien

Es lo que suelen pedir los entrenadores de baloncesto cuando ven que las cosas no pintan bien para su equipo: las transiciones no funcionan, los rebotes son para los contrarios, los tiros de tres no entran, las asistencias no encuentran al compañero y el juego interior en la pintura tampoco funciona. Para tratar de cambiar la tendencia se necesita un tiempo muerto, para romper la racha de los contrarios y para recuperar el saber hacer propio.

Desde que comenzamos a conocer los escándalos de corrupción, desde que el nacionalismo catalán se radicalizó, desde que se desató la crisis económica y financiera, desde que se produjo el cambio de Gobierno, desde el 15-M, desde que conocimos el resultado de las elecciones europeas, a lo que se añade la abdicación de Don Juan Carlos, se podría decir que el sistema político español, tal y como lo conocemos, se encuentra en medio de la tormenta y con síntomas de agotamiento –o eso es lo que se desprende de la opinión publicada, que no necesariamente refleja fielmente la realidad, pero que conforma, ella misma, una parte nada desdeñable de esa realidad–.

Como el proceso de deterioro ha ido incrementando su velocidad, y como los medios de comunicación y los partidos políticos se han convertido en un hervidero de recetas milagrosas, de soluciones y propuestas –desde moderadas hasta muy radicales– y de exigencias de reformas, ha llegado probablemente el momento de pedir un tiempo muerto para tratar de parar esta locura en la que estamos inmersos y así tratar de analizar con sosiego, pero sin pausa, lo que hay de serio y profundo en este barullo, separarlo de lo meramente circunstancial y reafirmar algunos principios que no se pueden tirar por la borda sin pensar en las consecuencias. Habrá que criticar propuestas biensonantes pero peligrosas, y criticar también afirmaciones que se aceptan como evidentes sólo porque muy pocos se atreven a pensar a contracorriente. Pero quizá ahora más que nunca es preciso pensar bastante a contracorriente.

Ante la imposibilidad de analizar en detalle todo lo que está sucediendo, habrá que limitarse con señalar algunas tendencias y algunos principios que necesitan ser tenidos en cuenta o ser repescados de la vorágine. En primer lugar es preciso señalar que la democracia perfecta no existe. De la misma forma que muchos ciudadanos del centro y del este de Europa aprendieron con sufrimiento que la contraposición de democracia formal y democracia real ocultaba sistemas dictatoriales en guerra contra sus sociedades (Tony Judt), hoy es preciso ponerse en guardia contra quienes recurren permanentemente a más democracia, a verdadera democracia, a más legitimidad, a democracia directa.

Parece que hemos olvidado que los españoles por inmensa mayoría dijeron sí, como ciudadanos individuales, a la Constitución que establecía la Monarquía parlamentaria. Es mentira que la Monarquía esté ahí por derecho de sangre. Está ahí gracias al voto popular a favor de la Constitución que preveía la Monarquía parlamentaria. Y como ha escrito alguien estos días, monarquía parlamentaria es de esos términos dobles en los que el adjetivo mata al sustantivo.

Algunos están mintiendo a sabiendas y engañando a los ciudadanos, y no promoviendo más democracia, sino algo distinto.

No se trata de discutir la bondad de las primarias en las elecciones internas de los partidos políticos, pero sí de preguntar por qué la democracia representativa es buena en el sistema institucional, y no lo es en los partidos políticos. A no ser que se quiera abolir la democracia representativa. Pero como escribe un historiador de las ideas políticas, Stéphan Courtois, el totalitarismo es el acceso de las masas a la política sin pasar por el liberalismo y por la democracia representativa.

Hitler gobernó –dictatorialmente– a golpe de plebiscito, de referendos –voto directo de los ciudadanos–. No es verdad que el poder sólo se legitima en definitiva por el voto popular, o al menos no es verdad dicho de forma exclusiva y excluyente: el poder se legitima por su sumisión al imperio del derecho, lo que significa que el derecho impide que el poder, aunque sea el poder del voto popular, pueda hacer cosas que son contrarias a derecho. ¿O es que por mayoría de la ciudadanía española se puede introducir la pena de muerte en el Código Penal? ¿O es que un voto muy mayoritario de los españoles puede declarar que los inmigrantes no pueden gozar de derechos constitucionales, no son sujetos de derechos humanos?

Es evidente que la corrupción daña la credibilidad de los partidos políticos, y lo que es peor, a través de ellos la credibilidad de las instituciones. Es manifiesto que los partidos que gobiernan –PP, PSOE, CIU, PNV, y algún otro– muy poco hacen para atajar con seriedad este problema, para lo cual sería necesario empezar por reconocerlo. Es evidente que además de la corrupción económica existe la corrupción mental de los políticos, que hacen de la política su medio de vida y dejan de pensar para no decir inconveniencias que les puedan costar un puesto en la lista. Es evidente que los partidos se han apoderado de todos los resortes de la llamada sociedad civil, de forma que no han dejado que surja ninguna instancia que se coloque entre el ciudadano y las instituciones.

Pero no es del todo verdad que el alejamiento de los ciudadanos de la política se deba exclusivamente a los problemas de corrupción: los problemas a los que se enfrentan las sociedades actuales se han vuelto de tal complejidad que no es nada fácil entenderlos y, menos, atisbar cuál puede ser la solución. ¿Qué ciudadano puede argumentar con razones a favor o en contra del quantitativ easing (darle a la máquina de imprimir dinero) que ha llevado a cabo la Reserva Federal de EEUU, o a favor o en contra de la estabilización fiscal y financiera de los países endeudados y en crisis de las autoridades europeas?

Claro que a falta de argumentos bien sirve la referencia a los especuladores, a los banqueros, a los flujos financieros internacionales y a la globalización financiera, a la Troika, al aumento del índice Gini que mide la desigualdad en las sociedades, a los grandes patrimonios –el mito del chivo expiatorio sigue más vigente que nunca–. Pero estas referencias no solucionan ninguno de los problemas. Mientras la Gran Bretaña construía una media de 250.000 viviendas año, España construía, con unos 20 millones menos de habitantes, 750.000. Y de esa burbuja de la construcción surgió una burbuja económica, una burbuja fiscal, un endeudamiento bajo el Estado por ingresos burbuja, y un Estado de Bienestar financiado en parte por ingresos burbuja. ¿Nadie va a decir a los españoles que somos un 30% más pobres de lo que nos creíamos, de lo que creíamos todos –y actuábamos en consecuencia, aunque de forma individualmente irresponsable–?

ES LA HORAde las reformas, dicen, aunque más que propuestas de reforma se escuchan recetas milagrosas e instantáneas. Es preciso reformar la Constitución: ¿Para solucionar el problema catalán y el vasco? ¿Para recentralizar algunas competencias como las de educación? ¿Para reformar el Senado en línea con lo que es el Bundesrat alemán? ¿Para reducir el número de autonomías o incluso para dejar sólo las históricas y convertir el resto en territorio común, no sólo en fiscalidad, sino en todo?

Quien firma estas pobres reflexiones es defensor de la reforma de la Constitución en sentido federal para dotar al Estado de más mecanismos de representación y actuación de conjunto, para fortalecer la unión y no para satisfacer demandas que no pueden ser satisfechas nunca. Pero entiende que no podemos renunciar a la democracia representativa, aunque se pueda pensar en combinar los principios de proporcionalidad y de mayoría en la elección de los diputados. Y entiende también que la democracia directa es una aberración en sociedades complejas, que la democracia se define por su imperfección. En contra de algunos laicistas empedernidos, el significado de la aconfesionalidad del Estado es esa imperfección, el que en el espacio público de la democracia no existan verdades últimas, aunque sean científicas.

Muchas cosas se le están pidiendo al nuevo Rey Felipe VI. Pero lo primero es recordar que el rey reina, pero no gobierna. Es evidente que algún poder de influencia tendrá, aunque se lo tenga que ganar. Yo lo único que le pediría es que sea el entrenador que es capaz de pedir un tiempo muerto en esta vorágine de autodestrucción en la que parece que hemos encontrado tanto placer últimamente. No para quedarnos como estamos, sino para proceder a reformar lo que necesario sea, pero para mejorar las cosas, no para empeorarlas gravemente.