- Aquí, en esta extrañísima España nuestra, empecinada en hablar la jerga bélica de los tiempos que, hace un siglo, prefiguraron una guerra civil, los gobernantes han descubierto algo precioso: que el pasado puede ser, sin problema, impuesto como presente
En lo electoral, España es un fósil. Peor: lo es en lo político. Un fósil que se empecina en repetir códigos de un lenguaje que dejó de significar nada, absolutamente nada, hace ya mucho tiempo. Es lo único que, de verdad, debiera preocuparnos: nuestro anacronismo. Como una testaruda enfermedad de la que nadie puede salir sin secuelas.
Con ínfimos matices, cada convocatoria de urnas repite la distribución imaginaria del año 1936. Y dos bloques, empeñados en dar a una vetusta metáfora —la de «izquierda / derecha»— la dimensión analítica que no tiene, se sacuden fieros, goyescos garrotazos, sin que una sola referencia a la realidad pueda abrirse paso.
Que altos funcionarios hayan buscado sobornar a un delincuente convicto, para que, a cambio de amistoso trato, denunciara al incómodo alto mando de una instancia de seguridad tan clave como la UCO, es algo a lo que, ni aun en los más mafiosos años de la política italiana, allá por la segunda mitad del siglo XX, hubiera podido sobrevivir un gobierno. Aquí, en esta extrañísima España nuestra, empecinada en hablar la jerga bélica de los tiempos que, hace un siglo, prefiguraron una guerra civil, los gobernantes han descubierto algo precioso: que el pasado puede ser, sin problema, impuesto como presente. Basta para ello controlar las máquinas que configuran el lenguaje cotidiano de todos y de cada uno. Llevar a la locura el axioma que Humpty Dumpty impone a Alicia en A través del espejo. Y las palabras habrán pasado, así, definitivamente a significar lo que a aquel que manda le place.
Pero hablar no es sólo reproducir el mundo. Es construir un mundo a la medida de la sintaxis impuesta como blindaje social. Fuera de él, tan sólo habitarían las tinieblas. Victor Klemperer diseccionó esa letal estrategia en su gran libro sobre los lenguajes totalitarios: «El lenguaje del vencedor… no se habla impunemente. Ese lenguaje se respira, y se vive según él». La visión del mundo, que un sistema bien codificado de palabras arrastra consigo, es una ceguera devastadora. Y opera como una superstición muy mejorada. Porque ninguna interrogante, ninguna resistencia o rechazo, podrán ser opuestos a lo que imponen las reglas de un mundo autorreferencialmente construido. Cualquier salirse de lo que su lógica dicta, será presentado como locura en el más benévolo de los casos; como crimen contra el pueblo en los usos más brutales.
Cien años después de la carnicería de 1936, ¿podría alguien delimitar, en rigor clasificatorio elemental, de qué demonios habla cuando dice «izquierda», a qué mitologías mustias se remite cuando invoca «derecha»? No, no hay una sola de las medidas puestas en juego por Sánchez y sus aliados que tenga por objetivo logros económicos o sociales específicamente ligados a aquel pasado legendario. Y hacen un favor inmerecido a la tribu de corruptos que acampa en la Moncloa quienes se avienen a aceptar esa autodefinición del sanchismo como «izquierda».
No, lo del partido de Sánchez no es en modo alguno comprensible a partir de la proyección de ese eje de coordenadas —izquierda/derecha—, que se extinguió durante la segunda mitad del siglo pasado y fue definitivamente enterrado en el Berlín de 1989. El único vector que demarcaba esos términos era aquel muro. Cayó. Y yo, que tuve el privilegio de asistir a su caída, di por hecho que, extinta la «barra» que era el muro, de los términos que la barra contraponía —izquierda/derecha— no quedaría más que el vago recuerdo de un engaño. Me equivoqué. Suele pasarme. Pero el estupor me puede hoy. «Izquierda» ha acabado por ser la mala metáfora, tras la cual una banda de mafiosos hace invisible su red delictiva. Medio país sigue dispuesto a votar a ladrones convictos y confesos, a cambio del consuelo que pueda procurarle soñar que esos mismos vendrán a salvarlo de la leyenda diabólica de la «derecha».
Es lo más deprimente de la ficción escénica actual. Sánchez gobierna merced a los votos de la entidad más brutalmente reaccionaria —y, en el límite, más racista— de la España contemporánea: Junts, ese condensado, en torno a Puigdemont, de corruptos, golpistas y saqueadores de fondos públicos. Amnistiados, eso sí. Es perfectamente legítimo que un gobernante tan ajeno a escrúpulos como Sánchez, al percibir la avalancha de procedimientos judiciales que convergen sobre su cabeza, busque aliarse con quien sea para salvarse del código penal. Pero, ¿a cuenta de qué hablar de «izquierda» para catalogar semejante acuerdo de conveniencia? Junts, Pujol, Torra o Puigdemont deberían sentirse ofendidos por tal insulto contra su explícito supremacismo. ¿«De izquierda», ellos? Deberían, incluso, juzgarlo un insulto a sus más puros ideales. Si es que a gente como Pujol, Torra o Puigdemont se les diera un ardite ideal alguno.
Vivimos un tiempo muerto, que habla la lengua de hace un siglo para eximirse de dar cuenta del presente. Contemplamos un Estado en el cual no parece quedar ya engranaje del cual la gangrena no se haya enseñoreado. Malvivimos, fósiles de una historia muerta, de una lengua muerta. Ni siquiera lo percibimos.