Fernando Vallespín-El País

Ha dejado de haber acuerdo sobre los principios encargados de regular los desacuerdos. Así no hay forma de mediar en el pluralismo de valores

Estoy recién aterrizado de un congreso internacional sobre el fenómeno del populismo. El título elegido por los organizadores ya dio la pauta sobre la forma en la que hemos enmarcado el fenómeno: Tiempos irascibles: populismo y el descontento con la democracia. No teman, no voy a resumírselo. Pero sí me gustaría dar dos brochazos a partir del propio título. Sobre todo, porque encajan como un guante con nuestra propia política nacional. De hecho, la coincidencia entre algunas de las intervenciones y el alboroto que en esos mismos momentos se produjo en nuestro Congreso con motivo de la polémica reunión entre Ábalos y la vicepresidenta venezolana me confirmaron que, en efecto, vivimos en eso que Pankaj Mishra definió como la Edad de la ira. Por limitarnos a España, aquí también todo el mundo parece estar furioso: la oposición, los campesinos, los independentistas y sus opositores, los barceloneses por la absurda cancelación del Mobile. El ruido y la furia, algunas más justificadas que otras, lo invaden todo.

No se limiten a echar la culpa al populismo, este no es más que uno de los instrumentos de los que algunos sectores de la población se han valido para hacer más visible su malestar. Además, en algunas de sus versiones ya está de retirada. Venezuela es quizá el mejor ejemplo de régimen zombi. El populismo sigue siendo un marrón para la democracia, pero es a esta última a quien debemos mirar; no deja de ser una respuesta a sus muchos problemas. Quizá, y sobre esto había coincidencia, porque el hasta ahora ajuste virtuoso entre sus elementos democráticos y liberales se ha hecho pedazos. Lo malo es que no sabemos bien cómo dar de nuevo con el adecuado balance entre soberanía popular y los mecanismos liberales de control del poder. O entre la necesaria gestión tecnocrática y la atención a las demandas ciudadanas, algo que contribuye a emborronar el famoso Gobierno multinivel.

“Tengo una mala y una buena noticia”, dijo el veterano profesor francés Yves Mény. “La mala es que la democracia está en crisis; la buena es que siempre lo ha estado”. La peor de todas es que el autor más citado del congreso fue Carl Schmitt. Y no por casualidad. La actual crisis de nuestro anterior modelo seguramente resida en el faccionalismo que todo lo inunda, en la dialéctica amigo/enemigo, que ahora además se envuelve en permanentes guerras culturales. El perdedor, lo vimos en el frustrado impeachment a Trump, son los sacrosantos principios normativos de la democracia, pisoteados en el Senado estadounidense. El bien o el mal no lo decide la naturaleza de las conductas, lo deciden los votos. Bueno es lo que hacen los nuestros, malo es lo de ellos. Moral tribal se llama a este síndrome. Aplíquenlo al caso catalán o a lo que sea, siempre funciona. Ha dejado de haber acuerdo sobre los principios encargados de regular los desacuerdos. Así no hay forma de mediar en el pluralismo de valores o en el choque de intereses; sin árbitro no hay partido. Y encima, si los procedimientos o instituciones democráticas no me dan la razón, me enfurezco, cuando lo que de verdad debería irritarnos es esa absolutización de los intereses de parte. Ya ven, yo también ando cabreado.