José Luis Zubizarreta-El Correo
- Si quien oye no escucha y quien lee no entiende, cada cual ha de decir y escribir lo que su criterio y valor le dictan, sabedor de lo que le espera
Muchas y graves van a ser las consecuencias del acuerdo de investidura que acaban de cerrar el PSOE y Junts, arropados por la cohorte de partidos que componen el mal llamado bloque de progreso. Todo augura una ruptura que acabará afectando a la convivencia ciudadana. Empezando, como ya lo ha hecho, por los partidos, se extenderá a todas las demás instituciones del Estado –el Senado contra el Congreso, la Justicia contra la política, las comunidades autónomas contra el Gobierno central– para ir descendiendo, peldaño a peldaño, hasta lo más hondo de la sociedad. Las concentraciones, bien tumultuarias frente a la sede central del PSOE, bien multitudinarias y pacíficas, como las que se prevén en las capitales de provincia, tienen todos los visos de ser el primer eslabón de una cadena que se prolongará sin límite. Cundirá la sensación de inquietud en una ciudadanía temerosa de abiertos enfrentamientos. Entramos así, como decía, en tiempos de rupturas.
Nada más lejos de mi intención que asumir el papel de un Arnold Toynbee y tratar de desarrollar una filosofía de la Historia y sus fases. Pero no puedo dejar de comparar este tiempo, aunque en miniatura, con otros que vivió Occidente en épocas pasadas. No me refiero, en la comparación, a lo que afectaría al conjunto de la población o a sus instituciones, sino, más particularmente, a la atmósfera de sospecha y señalamiento en que los sectores más activos e influyentes de la sociedad civil, los del pensamiento, se vieron obligados a vivir por la ruptura que se produjo en las estructuras políticas y culturales de su tiempo.
Si la época de la Revolución francesa fue una de ellas, prefiero referirme a la otra que, a lo largo del siglo XVI, vivió Europa entera a causa del cisma entre católicos y protestantes. Mencionar los nombres de Erasmo, Moro, Montaigne, Maquiavelo, Lutero, Bruno o Servet equivale a evocar un tiempo de rupturas que, por culpa de la intromisión de poderes religiosos y políticos, se tradujo, respecto del pensamiento y la libertad de opinión y expresión, en una asfixiante atmósfera de recelos y sospechas, denuncias y delaciones, juicios y controles, silencios y susurros, sólo rota por el raro valor de quienes, como Moro, Bruno o Servet, debieron pagarlo con la vida. Lo demás fue, en no pocos casos, resignación a «hablar bajo y a media voz» o, como diría Montaigne, a «señalar con el dedo lo que no puedo expresar» con la pluma. Se desarrolló así un pensamiento de catacumba que tenía que camuflarse bajo el disfraz de la ambigüedad y el doble sentido. Y no fue, pese a todo, pequeña su grandeza ni avara su riqueza.
No son ciertamente los de hoy los mismos controles y controladores que los que hubo de soportar aquella opresiva época. Todo se ha hecho más difuso y sutil, aunque poco haya perdido de su intimidante eficacia. Aquel poder duro disimula hoy su influencia y deja que actúen en su nombre sus nunca declaradas terminales mediáticas o ese oscuro poder, sólo en apariencia más blando, de las redes que censuran, insultan y asustan. En este ambiente tan polarizado como aquél, en el que la mesura es cobardía y la sensatez, infame equidistancia, resulta más fácil expatriar a uno u otro de los bordes del sistema a quienquiera que no concuerde con lo que –nadie sabe cómo ni por qué– se ha erigido en lo canónico y políticamente correcto. Zarandeado así de un extremo a otro, según a quién haya parecido hiriente su criterio, uno puede encontrarse condenado al ostracismo en el lugar en el que jamás creyó estar situado. Basta un ‘hashtag’ para lograrlo.
En la época antes evocada, otro que destacó entre los citados, él también sospechoso de heterodoxia y presa de censura, juicio y cárcel, creyó poder poner fin a tan agobiante estado de sospecha con un consejo más cargado de buena voluntad que prometedor de éxito. Escribió: «Se ha de presuponer que todo buen cristiano ha de ser más pronto a salvar la proposición del prójimo que a condenarla; y si no la puede salvar, inquira cómo la entiende; (…) y si no basta, busque todos los medios convenientes para que, bien entendiéndola, se salve». Fue Ignacio de Loyola. Pero, si de nada sirvió su bienintencionado consejo y si, al igual que ayer, hoy tampoco quien oye escucha ni quien lee entiende, sólo queda, o bien que cada cual opine según su criterio y valor, sabiendo a qué es expone, o bien volver a una versión actualizada del encasillamiento de opiniones que el tan revuelto siglo XVI expresó con el ‘cuius regio, ius religio’ y limitarse a seguir, dicho en libre castellano, a quien encabeza la manada.