Una crisis cerrada en falso, o mejor dicho, una crisis que Alberto Núñez Feijóo y su grupo, los nuevos amos de este PP con sabor a fin de fiesta, quieren cerrar en falso al grito de «unidad» y censura de cualquier discrepancia. Es tan extraordinario lo que está ocurriendo en el PP que en realidad no sabemos lo que ha ocurrido con Pablo Casado o, mejor dicho, por qué le han echado, por qué lo han descabalgado de la presidencia del PP, evento de la mayor gravedad en cualquier formación política. En este precipitado cierre de filas, todos se afanan en hacernos creer que aquí no ha pasado nada, y hasta le invitan a quedarse, faltaría más, y hay quien incluso le augura días de gloria en Génova, de modo que dentro de nada le veremos desfilando como telonero en los mítines del PP de la mano del gran Mariano, otro que tal baila, otra de las glorias de esta liquidación por derribo, un tipo que fue capaz de regalar la presidencia del Gobierno al malandrín que hoy la ocupa mientras él se emborrachaba en un garito de cinco tenedores.
El PP es un erial ideológico, el vacío sin fin de un proyecto que ha permanecido demasiado tiempo en manos de patanes
Cerrar en falso una crisis de tal calibre no arregla en absoluto los males del partido sino a lo sumo los aplaza, con el riesgo de hacer realidad ese dicho que sostiene que mal que no mejora, empeora. De forma más o menos explícita, los nuevos amos de la cosa propalan la idea de que con la llegada de Núñez Feijóo a Génova 13 van a desaparecer los problemas como por ensalmo, pero hasta el más lego en la materia sabe que eso más que ficción es embeleco, el edificio de cartón piedra del que se quiere engañar con señuelos que no resisten el mínimo análisis. El problema del PP no es de nombres, sino de ideas. Lo sabemos desde 2004 por lo menos. La historia de un partido de centro derecha que se fue convirtiendo en una gestoría de asuntos públicos sin ningún aditamento ideológico, y que en su ruin deriva llegó a invitar a liberales y conservadores a abandonarlo hasta el punto de terminar convertido en lo que hoy es, lo que hoy son los «partidos del turno»: grupos de presión especializados en la ocupación del poder en beneficio de una pequeña elite muy jerarquizada, una pequeña mafia a las órdenes de un capo todopoderoso, desligada de la realidad social y reacia a cualquier corriente de aire fresco que ponga en peligro el statu quo.
Descartada Díaz Ayuso (y no digamos ya gente como Cayetana), encarnación de ese aire fresco que el «aparato» rechaza y combate con saña, Feijóo es la joya de la corona, el último de Filipinas, el clavo ardiendo al que agarrarse en el cabo de las tormentas. No hay más. No había más en el armario. Ocurre que no hay nombres porque no hay ideas, no hay líderes porque no hay una ideología detrás que los sustente. El PP es un erial ideológico, el vacío sin fin de un proyecto que ha permanecido demasiado tiempo en manos de patanes. Razón que explica que los nuevos amos acudan tan frescos a ese congreso extraordinario sin una ponencia ideológica, que es precisamente lo que con más urgencia necesita el PP. Lejos de nosotros la funesta manía de pensar.
Un PP convertido en reflejo del peor marianismo con Feijóo a los mandos jamás lograría la vuelta de los millones que lo abandonaron asqueados por años de vacío ideológico y escandalosa corrupción
Las credenciales del gallego no invitan al optimismo. ¿Más de lo mismo? ¿Más marianismo? Un tipo cauto, precavido, más medroso que lanzado, gregario de esa práctica socialdemócrata que ha inspirado todos los Gobiernos de la transición, escasamente liberal (que se sepa), y por si fuera poco abonado a ese nacionalismo -nacionalismo «light», dicen- convertido en cáncer que carcome las raíces de esta nación de siglos. Con semejante bagaje ideológico, Feijóo sería una especie de Cánovas fin de fiesta dispuesto a llegar a acuerdos con ese imposible Sagasta que encarnaría el bellaco de Sánchez, en un postrer intento de ambos por darle hilo a la cometa de un régimen acabado que reclama un calafateado con urgencia. Un Feijóo capaz de llegar a acuerdos con el susodicho para simplemente mantener el reparto del botín, mientras el país se desliza por la pendiente de la irrelevancia más absoluta.
Pero un PP convertido en reflejo del peor marianismo con Feijóo a los mandos jamás lograría la vuelta de los millones que lo abandonaron asqueados por años de vacío ideológico y escandalosa corrupción. Sería un PP condenado a pactar con Vox para gobernar tanto a nivel nacional como autonómico, si es que antes no resulta rebasado por la fuerza arrolladora de la formación que lidera Abascal. A tenor de algunas de sus declaraciones recientes, da la impresión de que Alberto Núñez no ha entendido la raíz de los problemas que aquejan a la formación que se dispone a presidir. No ha reflexionado sobre las razones por las que los 10.866.566 españoles que votaron PP en noviembre de 2011 se convirtieron en 4.373.653 en abril de 2019, no ha pensado por qué en siete años y medio el partido perdió el afecto de casi 6,5 millones de españoles y ahí sigue, clavado en los 5 millones de votos raspados. Esos españoles huyeron porque ese partido había traicionado las esperanzas de quienes reclamaban un Gobierno capaz de hacer frente al separatismo catalán, bajar impuestos, plantear la batalla educativa y cultural a la izquierda, combatir la corrupción y modernizar definitivamente este país, entre otras cosas.
Huyeron porque un partido no puede ser el negocio de unos pocos donde se colocan otros tantos de espaldas a los intereses generales. Un partido de centro derecha no puede ser ni una simple gestoría administrativa ni el taller de reparaciones de los desperfectos que provoca la izquierda cada vez que gobierna. Más allá de una buena gestión, el votante de centro derecha reclama un proyecto de país en lo político, lo económico y lo social, y eso implica remontarse aguas arriba de una filosofía o, mejor dicho, una ideología, cabe decir un marco de valores que deben servir de referencia a la hora de armar esas políticas concretas. Esa es la revolución a la que el PP está enfrentado y que más pronto o más tarde tendrá que abordar si quiere seguir vivo.
Da la impresión de que el país ha bajado los brazos, de que las clases medias se resignan a su suerte (el hachazo fiscal, el empobrecimiento progresivo y la pérdida de libertades), con las elites económico financieras alineadas en torno a un tal Sánchez en espera del reparto del botín
Abordar esa transformación no importa solo al PP sino a España. Con un PSOE que ha abdicado del constitucionalismo, la vuelta del PP a los valores que caracterizan a una derecha moderna y liberal se antoja esencial para la supervivencia del régimen del 78. El momento no puede ser más delicado. Asistimos a la reedición de lo que, hace más o menos cien años, Fernández Almagro llamó «la disolución de los partidos históricos» de la Restauración. No fueron pocos los autores que atribuyeron aquel fracaso al trabajo de zapa no de los enemigos del régimen liberal, sino de quienes estaban llamados a ser sus máximos defensores. La pérdida de fe de las elites, primero, y de la opinión pública, después. La desconexión con la calle. El sistema de la Restauración no cayó por los embates de sus enemigos, sino por la desafección de sus teóricos paladines, una idea que Ossorio y Gallardo expresó en 1930 de forma brillante: «Los regímenes políticos no se derrumban ni perecen por el ataque de sus adversarios, sino por la aflicción y el abandono de quienes deberían sostenerlos».
¿Hay alguien dispuesto a seguir defendiendo el régimen del 78? ¿Alguien con agallas en la izquierda para enmendar el camino de servidumbre emprendido por el PSOE con Zapatero y Sánchez? ¿Alguien con fundamentos liberales bastantes en la derecha para reconvertir el PP en un partido útil para el futuro? Ni una sola referencia al grito de «Salvar España» que caracterizó a aquella nihilista generación del 98. Da la impresión de que el país ha bajado los brazos, de que las clases medias se resignan a su suerte (el hachazo fiscal, el empobrecimiento progresivo y la pérdida de libertades), con las elites económico financieras alineadas en torno a un tal Sánchez en espera del reparto del botín. Tenía razón Solzhenitsyn (qué gran consejo el suyo cuando animaba a los rusos a «no vivir de mentiras») al criticar la pérdida de la voluntad y la capacidad intelectual de Occidente para defenderse no tanto de los ejércitos extranjeros cuanto de sus críticos internos, esa quinta columna disolvente que está liquidando el sistema de valores compartido por generaciones de ciudadanos libres. La España de hoy es un fiel reflejo de ese Occidente caduco. Parte de la solución vuelve a estar en manos de un gallego. ¿Tiene arreglo lo del PP?